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Educación y desigualdad social, el ángulo político
Humberto Muñoz García
Campus Mileno Núm 404 [2011-02-24]
 

En este artículo comento el decreto formulado por el presidente de la república el Día del Amor y la Amistad, mediante el cual se puede deducir del impuesto el pago de las colegiaturas en las escuelas privadas. Este decreto ha sido discutido por mis colegas en este suplemento y por periodistas de los medios electrónicos y de la prensa. Hay quienes han apoyado la medida, pero la mayor parte ha hablado de sus efectos negativos sobre el sistema educativo y sobre la sociedad en su conjunto. Aquí, lo que pretendo hacer es dar algunos argumentos más desde la perspectiva de la desigualdad social a la que, desde mi punto de vista, contribuye la medida presidencial.

La educación es una tarea de Estado: entrega habilidades y valores para la vida y para el ejercicio de la ciudadanía. Por ello, quién educa y cómo educa es esencial para la conducción de un país. La educación y quién la posee representan un factor de primer orden para impulsar el desarrollo y la transformación productiva con equidad. Obtener educación permite la movilidad social, el logro de un trabajo mejor remunerado y la realización en el mismo.

Por ello, quien no tiene acceso a la educación queda al margen, excluido de la dinámica social. Por ello, en los malos tiempos, cuando todo se achica y se restringen las posibilidades de vida, la educación se instala en el imaginario social como la tabla de salvación, particularmente para las generaciones que siguen. En los momentos de crisis, los sectores populares ven en el logro educativo una de sus pocas posibilidades para que los hijos salgan adelante.

En México, en el siglo XX, la disputa por la nación tuvo como centro la querella educativa. La querella contra la educación que imparte el Estado, contra los libros de texto gratuitos y por la obtención de títulos universitarios, fue planteada por los sectores de derecha en el país y por las clases medias, ansiosas de mantener su estatus social y sus privilegios. Pero también por sectores de derecha de la clase política, toda vez que la educación superior pública en México formó durante mucho tiempo a la élite del poder revolucionario, hasta que la tecnocracia se instaló en el poder del Estado e hizo cosas que favorecieron el triunfo del foxismo.

El gobierno decidió dejar de recibir una enorme cantidad de recursos económicos que quedarán en los bolsillos de quienes tienen más condiciones de pagar por su educación. Son el presidente y sus secretarios quienes están promoviendo la distinción en el seno de la sociedad.

Pero el punto va más allá. La medida presidencial va a generar que el sector privado de la educación abra primarias patito para que la clase media de bajo nivel mande a sus hijos a escuelas particulares en la idea de que son mejores que las públicas. El chiste es ampliar la oferta educativa, deprimir la educación pública, que el capital se reproduzca en el sector educativo y que se instale la idea en la sociedad de que la educación y el conocimiento se compran y se venden. Lo ideológico de la medida no es una ganancia marginal, es una cuestión central para el debate sobre el futuro del país. La educación es en esencia una cuestión política.

La medida del presidente Calderón fue tomada en la cultura del descontón político: el que pega primero pega dos veces. Es una medida que favorece electoralmente a su partido y amarra la protesta de los otros partidos, porque en su sano juicio ninguno va a reclamar para echarse encima a la clase media beneficiada con la medida; clase que está bien representada en el Estado de México donde habrá elecciones en julio.

La medida llega en un momento histórico en el que el futuro de los jóvenes mexicanos resulta preocupante porque, entre los 14 y los 18 años más de la mitad abandona sus estudios; porque entre los 15 y los 29 años hay millones que están rezagados en su escolaridad, que se enfrentan a un mercado de creciente credencialización y segmentación, donde tres de cada diez jóvenes no encuentran trabajo, entre otras cosas porque no han tenido oportunidades de estudio, donde la gran mayoría de los jóvenes restantes tienen muy malos empleos.

La medida del presidente favorece a quienes tienen la posibilidad de gastar en la educación de sus hijos, a los sectores sociales de más altos ingresos, que son quienes mayormente pagan escuelas privadas y alcanzan los más altos niveles de escolaridad. Los datos sobre las desigualdades educativas nos hablan de que las diferencias de escolaridad por deciles de ingreso se abrieron de manera considerable hasta 2002, cuando entre los más pobres el promedio de años de estudio llegó a 3.6 años, mientras que entre los más ricos fue de nivel universitario (13.3 años).

En 2006, entre los cinco y los 14 años asistía a la escuela 92.6 por ciento de los niños más pobres y 99.3 por ciento de los ubicados en las familias más ricas. Pero entre los 18 y los 29 años, iban a la escuela 5.8 por ciento de los más pobres y 35.4 por ciento de los más ricos.

Dijo el gobierno que deducir los pagos por colegiatura significaría dejar de recaudar 13 mil millones de pesos que se van a repartir entre las clases medias acomodadas y los más ricos. Pues bien habló el rector de la UNAM al referirse a que con la mitad de ese dinero se hubiera podido ampliar la cobertura de educación superior en el sector público, y que con la mitad de esos recursos se hubiera podido eliminar el analfabetismo en cuatro años.

No. Los intereses de las mayorías no están representados por los políticos que nos gobiernan. No les importa la educación ni, por tanto, el país.

El presidente Calderón, quien desea que no regrese el PRI a los Pinos, tomó una medida que la da a la oposición una bandera espléndida para movilizar al sector popular y a los jóvenes que luchan para que no les mutilen su futuro. Una desigualdad social tan profunda, con masas en condiciones de pobreza y jóvenes sin expectativas de progreso es una fórmula políticamente explosiva. Allá él. La querella por la educación continúa, pero ahora desde el otro lado.


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