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Aprender de la evaluación
Humberto Muñoz García
Campus Milenio Núm 110 [2004-12-16]
 

Para cerrar el año, quiero insistir en algunas tesis de que ahora retomo por la importancia que les concedo para la investigación y por la relevancia política que les atribuyo para la vida institucional. A mi modo de ver, uno de los aspectos cruciales para entender e interpretar el cambio de las universidades públicas en México radica en las relaciones que mantienen con el gobierno.

En estas relaciones aparecen desde la superficie hasta el fondo dos ejes centrales: la autonomía y el financiamiento. En el campo financiero la política del gobierno dividió el subsidio entre el ordinario y el adicional. Grosso modo, el primero ha servido para cubrir el gasto corriente y el segundo para distribuir recursos económicos obtenidos por la vía del concurso o como recompensa al desempeño académico en aquellos renglones que cubren los programas oficiales.

En esta lógica, los proyectos académicos institucionales han sido aprobados para su financiamiento por instancias exteriores a las universidades. Instancias que se han encargado de supervisar su marcha y el uso de los recursos.

Desde hace tres lustros, el gobierno federal ha intentado inducir y orientar el cambio institucional mediante instrumentos de evaluación, de los cuales se puede contar más de una decena.

La evaluación ha sido una línea política fundamental, mediante la cual el gobierno ha tenido cada vez una mayor injerencia sobre el rumbo de las universidad públicas.

Esta política desplegada en varios nivele y ámbitos, tal como se ha llevado a cabo, le ha dado al gobierno capacidad para controlar y orientar el rumbo de las universidades hacia sus propios objetivos y metas, con lo cual ha acotado la autonomía, sustantiva y operativa, que considera un factor importante de resistencia a sus acciones.

La dirección institucional hacia los fines del gobierno no se ha realizado por la vía de imponer la competencia, en medio de una profunda heterogeneidad estructural de las universidades, a través de todos los dispositivos que proveen los fondos públicos adicionales al subsidio ordinario. Evidentemente, hay universidades que tienen más condiciones para competir que otras.

La política de evaluación estuvo ligada al financiamiento desde el inicio de los años noventa para delimitar un periodo. Significó un cambio en el modo de relación de las universidades con el gobierno, que pasó de benevolente a subsidiario.

Obtener fondos adicionales, dice Eduardo Ibarra, se volvió un requisito burocrático que estimuló la simulación de instituciones y académicos. Desde entonces, las primeras reaccionan para satisfacer los requisitos que se les demandan y los segundos también, como un trámite formal que hay que llenar para obtener recursos o ingresos.

La evaluación, vista en término generales, opera como mecanismo distributivo, que abre o cierra oportunidades de vida, lo que le ha permitido penetrar hasta modificar la cultura académica. Dentro del contexto valorativo que acompañó a la evaluación ha habido un claro relajamiento del “ethos” académico como resultado de los cambios acaecidos en las universidades. Y, desde luego, hoy casi nadie pone resistencia a la evaluación. Forma parte del imaginario.

Las comunidades académicas la aceptan porque no visualizan todas las repercusiones que ha tenido más allá del plano persona.

Actualmente, creo que es indispensable estudiar con rigor cuáles han sido los efectos políticos de todo el engranaje que cubre la evaluación, porque ha influido en cambiar la “correlación de fuerzas” entre el gobierno y las universidades, como en el interior de éstas.

Probablemente tal cambio ha sido relevante para que exista gobernabilidad en estas instituciones, lo que no quiere decir que hayan desaparecido tensiones comunitarias con las autoridades.

Entre los que se pueden destacar se encuentran el debilitamiento institucional, la diversificación de esfuerzos de los rectorados para tratar con múltiples agencias del gobierno y del poder público federal y estatal los presupuestos y apoyos económicos, un mayor énfasis en la gestión que en la conducción, el desplazamiento de los cuerpos colegiados sancionados en el marco jurídico institucional por otros de carácter externo que se manejan con sus propias reglas.

Finalmente, todo este entorno se ha relacionado con la pérdida de influencia de los sindicatos, que antaño fueron un actor trascendente en la vida universitaria.

Asimismo, la evaluación del trabajo académico mediante el pago por méritos ha provocado que el ingreso de profesores e investigadores se componga en una gran proporción de lo que se recibe por becas. Este sistema en el cual se funda la deshomologación salarial ha generado un mayor individualismo entre ellos. Con él ha reinado la apatía para defender sus intereses colectivos.

Difícilmente aceptan convocatorios para cambiar las condiciones de trabajo prevalecientes o para enfrentar situaciones que debilitan o vulneran a las instituciones en las cuales prestan sus servicios, sobre todo en momentos cruciales marcados por situaciones conflictivas externas o internas.

Es cierto que las políticas de evaluación han tenido algunos resultados positivos sobre la academia y el funcionamiento de las universidades. Pero después de muchos años cabe preguntar cuáles han sido sus resultados para el avance de la academia y cuál es el balance entre lo positivo y lo negativo.

Los universitarios queremos firmemente que las relaciones de nuestras instituciones con la sociedad y el poder público nos sean favorables para transformarnos y lograr un nivel académico más alto para beneficio de los estudiantes y del propio país.

Y eso significa que el sistema de evaluación sirva para que se aprenda y, por tanto, para corregir errores o desviaciones.

La evaluación debería sernos útil para fortalecer a las universidades, hacer más vigorosas las identidades y el sentido de pertenencia de quienes convivimos en ellas todos los días. Tendríamos menos estrés, estaríamos más saludables y realizados intelectualmente. ¿No le parece?


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