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Universidad y gobernabilidad
Roberto Rodríguez Gómez
Campus Milenio Núm 38 [2003-06-26]
 

En política se entiende por gobernabilidad la capacidad del Estado y de sus entidades para atender y tramitar las demandas ciudadanas con eficiencia, transparencia y legitimidad. La capacidad de gobierno no es sólo técnica, aunque naturalmente se requiere de solvencia instrumental para saber cómo hacer aquello que se determina necesario. Es principalmente política porque se basa en la opción de concertar intereses diversos, aún encontrados, en torno a un proyecto común. Tal posibilidad depende del buen funcionamiento de los canales de interlocución mediante los cuales se relacionan e interactúan los agentes del régimen con la sociedad civil a través de sus representantes.

Las universidades, principalmente las autónomas, a las cuales se reconoce derecho de autogobierno y autogestión académica y administrativa, no pueden eludir el tema de la gobernabilidad so pena de limitar sus capacidades de adaptación y cambio. En esencia, la autonomía es un contrato entre Universidad y Estado mediante el cual éste delega en aquélla, de manera no exclusiva, una serie de funciones públicas (formación de profesionales, generación de conocimientos y difusión cultural) que debe realizar y renovar bajo el control de un gobierno autónomo. Como lo aclara Osvaldo Iazzetta, “la naturaleza pública de esas funciones conforman una esfera de la autoridad pública independiente de la esfera de la decisión política” (“La recreación pública de la universidad”, Pensamiento Universitario 9, Buenos Aires, 2001). Al igual que el Estado, la universidad sostiene su gobernabilidad en la posibilidad de originar “consensos activos” de los participantes, lo que implica involucrar a los actores universitarios en la toma de decisiones significativas para la marcha y la transformación de la institución.

La cuestión de la gobernabilidad universitaria adquiere mayor peso y relieve en el contexto de una reforma institucional, porque actualiza el tradicional dilema entre eficiencia técnica y legitimidad ¿Cuál es la mejor forma de transformar una institución, aquélla que propone soluciones adecuadas previo diagnóstico o la que se basa en un ejercicio de deliberación colectiva? El dilema es falacioso, evidentemente, pues se requieren ambos procesos y su síntesis; pero enfatiza los dos polos de una dicotomía inevitable. Es posible, y se ha hecho repetidamente, introducir transformaciones en instituciones universitarias al margen de la participación de los interesados. Tal procedimiento tiene, aparentemente, un costo político menor que la movilización de las comunidades; pero la ventaja es sólo aparente porque arriesga la viabilidad de las propuestas ante la posibilidad de ser cuestionadas o rechazadas en la medida en que trastocan intereses básicos de los actores.

En la UNAM tales dilemas están muy presentes ante la oportunidad de encarar un proceso de reforma mediante un congreso que defina su orientación. Pese a los medios de consulta que las autoridades han dispuesto para animar el debate, y no obstante la participación de un sector de la academia en los foros que se han organizado, lo cierto es que las perspectivas del congreso y la reforma no acaban de arraigar en el ánimo de la mayoría de los estudiantes y académicos que forman la comunidad de la máxima casa de estudios del país. Quizás lo temas puestos a discusión no han resultado tan atractivos como se previó en su diseño; tal vez harían falta iniciativas de cambio más concretas y específicas de parte de la autoridad universitaria; o tal vez se requiera perfilar desde ahora un nuevo escenario de gobernabilidad; ésto es, renovar las formas de representación de los sectores universitarios ampliando los canales de participación en la toma de decisiones, lo que implicaría una reforma política a fondo de la institución.

¿Es la reforma política el eje de la transformación de la Universidad? No. Pero sí es una condición de posibilidad para encarar otros cambios sustantivos, principalmente los académicos, sobre bases renovadas. Se trata entonces de buscar cómo actualizar las formas de gobierno para lograr un mejor equilibrio en la representación de académicos, estudiantes y autoridades; debatir los procedimientos de selección de autoridades; revisar la normativa de gobierno, en fin colocar en el tapete de la discusión la gobernabilidad universitaria. Una reforma de esa naturaleza abriría camino a nuevos horizontes, por ejemplo el de la planeación participativa y el de una gestión académica efectivamente compartida. La apretura de la universidad hacia el gobierno colegiado refuerza, definitivamente, el alcance de su autonomía porque profundiza la legitimidad de sus decisiones.

De cara al siglo XXI, en un nuevo escenario político nacional, y ante los formidables retos que impone la compleja circunstancia de México y el mundo, la UNAM enfrenta el reto de renovar sus formas de gobierno, y con ello reafirmar una condición de liderazgo ganada con el empeño de muchas generaciones de universitarios.


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