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Numerus clausus. Segunda parte
Roberto Rodríguez Gómez
Campus Milenio Núm 67 [2004-02-05]
 

Hace dos semanas nos referimos en este espacio a esa suerte de ingeniería social que, a la vista de la escasa elasticidad que exhibe el mercado de las profesiones en momentos de recesión económica, tiende a recomendar la limitación de espacios en aquellas carreras que se aprecian como saturadas, numerus clausus, pues.

La idea, está claro, no es nueva ni local. Tampoco es tan antigua. La universidad medieval, y en nuestro medio la colonial, no solía practicar limitaciones a la matrícula de nuevo ingreso. En todo caso, implantaron formas de habilitación relativamente diferenciadas de la enseñanza: el examen y la tesis. Los procedimientos de selección de aspirantes y el control cuantitativo de la oferta se desarrollaron con la universidad moderna, particularmente con el advenimiento de la llamada universidad de masas.

Algunos sociólogos que se han ocupado del tema coinciden en vincular la práctica del numerus clausus con prácticas de control y regulación del mercado por parte de los gremios profesionales. Quizás fue Max Weber el primero en analizarlo en su estudio de las formas precursoras de la burocracia (véase “Los literatos chinos” en Ensayos de Sociología Contemporánea). Talcott Parsons retomó la idea weberiana de la capacidad de autocontrol del gremio profesional en su célebre ensayo “Las profesiones y la estructura social”, publicado en 1954.

El sociólogo de la cultura Randall Collins también dedicó una obra al problema, titulada La sociedad credencialista. Una sociología histórica de la educación y la estratificación, Nueva York, Academic Press, 1979. El autor hace notar, por una lado, la imposibilidad de que los sistemas educativos superiores puedan operar, simultáneamente, como mecanismos de igualdad de oportunidades y de movilidad social. En consecuencia, concluye, tienden a la segmentación (escuelas de diferente calidad para distintos grupos sociales) y a la diferenciación (por ejemplo, capacitación técnica versus formación universitaria), como una solución que asegura, por un tiempo, mayores niveles de acceso sin comprometer la jerarquización social prometida al estamento de los profesionistas. Lo más interesante del trabajo de Collins es su análisis del papel jugado en EU por los gremios profesionales -él estudia las corporaciones de médicos, abogados y contadores- para colocar barreras selectivas dentro y fuera de las universidades.

En México, el caso de la profesión médica ilustra claramente la tesis de Collins. Desde los años setenta comenzaron a establecerse prácticas de numerus clausus en las principales universidades públicas del país, comenzando en la UNAM. A la distancia cabe preguntar si la estrategia de racionalizar el acceso a las escuelas de medicina trajo consigo la superación cualitativa de la profesión. Es de dudarse, pero los empedernidos responderán “hubiera sido peor”.

En el sexenio de Salinas de Gortari arraigó la idea de ceñir el crecimiento de las universidades públicas y controlar las carreras de mayor demanda. Surgió entonces la solución de diversificación como una alternativa. Se pensaba, además, que una vez resuelto el tema de la cobertura, la preocupación por la calidad debía ocupar el primer renglón. En consecuencia, el sistema comenzó a privatizarse, se multiplicaron las universidades “patito”, y los movimientos de rechazados hicieron sentir su presencia. Las nuevas instituciones tecnológicas tardaron en ser una opción atractiva para los jóvenes, y la demanda sobre las carreras universitarias tradicionales siguió creciendo.

Uno de los nuevos mecanismos para orientar la demanda hacia profesiones que, aún contra la evidencia, se piensa como más prometedoras, son los nuevos programas de becas, en particular el PRONABES. Este programa, que reúne fondos federales y estatales, favorece en la práctica determinados tipos de formación: para carreras “prioritarias” hay mejores posibilidades de apoyo que para las “saturadas”.

Las reglas de operación del programa no establecen que los solicitantes deban incorporarse a determinada área profesional. Sin embargo, determinan como compromisos de los gobiernos de los estados “definir con el apoyo de la Comisión Estatal para la Planeación de la Educación Superior (COEPES), las áreas y programas académicos de interés y reconocida calidad para la formación de profesionales que impulse el desarrollo económico y social del Estado y con base en ello fijar prioridades para el otorgamiento de becas en el marco del PRONABES” (DOF, 2 de mayo de 2003).

Así, en el primer ejercicio de distribución (2001-2002) de las 45 mil becas otorgadas, el 48.5% fueron para el área de ingeniería y tecnología, la cual concentra aproximadamente 30 por ciento de la matrícula superior. En cambio, el área de ciencias sociales y administrativas, que reúne más o menos la mitad de los estudiantes del nivel, recibió el 27.8% de las becas.

Mientras todo esto ocurre, las universidades privadas, incluso las de mayor prestigio y costo han prosperado a base de sostener su oferta de carreras saturadas, tales como medicina, derecho, administración, ingeniería industrial, comunicación, mercadotecnia, entre otras. Simplemente reaccionan a la demanda. El riesgo de segmentación social es patente, ya está ocurriendo.

¿Cómo conciliar el legítimo interés de los estudiantes para escoger la carrera de su preferencia, sea la que sea, con la evidencia de caída de ingresos de los profesionales, las actuales dificultades de inserción en el empleo formal, y la desprofesionalización? ¿Tiene solución el dilema? ¿Cuál es la experiencia internacional al respecto? De estas cuestiones nos ocuparemos en la siguiente y última parte de la serie.


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