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Valores científicos en cuestión
Armando Alcántara Santuario
Campus Milenio Núm 124, pp.8 [2005-04-14]
 

El ethos de la ciencia en su acepción clásica puede entenderse como un complejo, con resonancias afectivas, de valores y normas que se consideran obligatorios para el hombre o la mujer de ciencia. Durante muchos años los principios formulados por Robert Merton (universalismo, comunitarismo, búsqueda desinteresada del conocimiento y escepticismo organizado) rigieron el comportamiento de la mayoría de los científicos en el llamado mundo occidental.

En este sentido, la postura mertoniana se basaba en la idea en la cual el éxito de la ciencia era debido a que esta última había encarnado tan elevados ideales a niveles institucionales. La institución trabajaba, entonces, como un sistema de intercambio en el cual los “regalos” del conocimiento, o contribuciones a la ciencia, eran recompensados mediante “reconocimientos”.

La comunicabilidad del saber científico a través de revistas, libros y encuentros especializados permitía el acceso casi sin restricciones. Sólo unos cuantos “proyectos estratégicos” eran mantenidos en secreto, sobre todo los de naturaliza militar.

Al mantener casi impoluto el sistema de intercambios, decía Merton, se aseguraba que las instituciones productoras de conocimiento funcionaran correctamente a la luz de sus metas.

Desde la década pasada, sin embargo, autores como Michael Gibbons han analizado la forma como el conocimiento está siendo producido (el llamado Modo 2), no sólo en las universidades sino en laboratorios independientes y aun en centros altamente especializados de algunas empresas privadas. Destaca en el mencionado Modo 2, que la producción de conocimientos se realiza principalmente en función del contexto de su aplicación.

De esta manera, quienes hacen ciencia por la ciencia misma han comenzado a perder terreno en un número considerable de campos científicos. En la actualidad, el conocimiento e, incluso, los productos culturales se consideran cada vez más mercancías.

No es de sorprender, entonces, que los principios postulados por Merton estén siendo transformados de una manera dramática. Así, por ejemplo, al principio de comunitarismo que postulaba que los hallazgos de la ciencia eran un producto de la colaboración social, y por tanto, se asignaban a la comunidad se ha contrapuesto con mayor frecuencia el imperativo de la confidencialidad.

Generalmente esta situación es característica de los contratos firmados por investigadores que reciben financiamiento de firmas privadas para la realización de un determinado proyecto. También es casos como éste se muestra con claridad meridiana que el conocimiento pasa de ser un bien público a uno de carácter privado.

Los actuales descubrimientos realizados por la biotecnología y la ingeniería genética también están poniendo a prueba otra serie de valores, incluso más profundos que los planteados por Merton.

La tremenda capacidad que la investigación de frontera en las dos disciplinas anteriores para transformar y controlar los fenómenos naturales asociados a ellas, presente grandes y graves implicaciones que exigen una enorme responsabilidad de parte de los científicos e, incluso, el establecimiento de estrictas medidas para regular su aplicación.

De este modo, la aplicación de los descubrimientos científicos no sólo está en manos de los hombres o mujeres de ciencia, sino que demanda la participación de la sociedad. Subyacen también en estos asuntos implicaciones como las siguientes: ¿puede existir un límite en el uso del conocimiento sobre la naturaleza? ¿Se debería reglamentar el uso de dicho conocimiento? ¿Quién lo determinaría: los científicos, los políticos o la sociedad civil?

El par de artículos publicados la semana pasado por Víctor Manuel Toledo en La Jornada (6 y 7 de abril, p. 3a) ilustra de modo relevante los debates que hoy en día se están llevando a cabo en torno a los llamados organismos genéticamente modificados (OGM), cuya expresión más conocida son los alimentos transgénicos.

Por un lado, están los biotecnológicos quienes “defienden la tecnología de los transgénicos y pontifican sobre sus virtudes”. Se acusa también a la biotecnología de tener “tentaciones mercantiles y obsesiones de dominio del mundo natural”.

Por el otro lado, están quienes pugnan por desarrollar una agroecología, “enfoque de investigación interdisciplinario, participativo (en tanto integra al productor al proceso de investigación), respetuoso de los conocimientos locales, tradicionales o indígenas, y buscador del bienestar de los productores rurales y los consumidores de las ciudades”.

Tenemos en este caso, dos “tradiciones en investigación” o “paradigmas” en confrontación que, a su vez, “representan dos maneras radicalmente opuestas de concebir la ciencia, sus aplicaciones sociales y sus significados culturales y éticos.”.

El debate anterior ejemplifica la necesidad imperiosa de informar de manera amplia a los usuarios reales o potenciales de las implicaciones y los riesgos de los descubrimientos de la ciencia contemporánea. Las universidades y demás instituciones de educación superior tienen un papel crucial que desempeñar en este compromiso hacia la sociedad.


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