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El TLCAN y las profesiones. Crónica de un fracaso. Tercera parte
Roberto Rodríguez Gómez
Campus Milenio Núm 432 [2011-09-22]
 

En la segunda mitad de los años noventa, una vez formalizados los doce Comités Mexicanos para la Práctica Internacional (actuaría, agronomía, arquitectura, contaduría, derecho, enfermería, farmacia, ingeniería, medicina, veterinaria y zootecnia, odontología y psicología), prosiguió el trabajo de interlocución con las asociaciones y colegios de profesionistas homólogos de Canadá y Estados Unidos.

En esta dinámica se perfiló como el objetivo práctico convenir criterios y desarrollar instrumentos para formalizar los “acuerdos de reconocimiento mutuo” que, una vez propuestos, revisados y autorizados por la Comisión de Libre Comercio del TLCAN, darían pie a la regulación de los permisos y visas para el ejercicio profesional en los países suscriptores del Tratado.

Cada COMPI integró comisiones o grupos de trabajo para revisar y generar propuestas sobre tres aspectos fundamentales: armonización curricular, evaluación y acreditación, y ética profesional. Desde los primeros diagnósticos resultó claro que, para cada uno de estos rubros, había retos que implicaban más que un común acuerdo entre las partes, la necesidad de generar nuevos componentes institucionales, así como establecer adecuaciones de orden normativo para facilitar la internacionalización de los egresados.

Uno de los mayores obstáculos, en ese momento, consistía en la ausencia en México de un procedimiento de acreditación formal de los programas. Algo se había avanzado en esa dirección mediante la creación de los Comités Interinstitucionales para la Evaluación de la Educación Superior (CIEES) conformados a partir de 1991. Los CIEES, en su origen, fueron concebidos como la instancia que se encargaría de la evaluación interinstitucional, reservando a las propias instituciones el proceso de autoevaluación y a las autoridades educativas (SEP y Conacyt) la evaluación del sistema. Aunque entre las atribuciones de los CIEES se contemplaba la posibilidad de acreditar programas, en la práctica los grupos de pares se concentraron exclusivamente en la evaluación formativa de los mismos.

En 1997, la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior, la ANUIES, formuló una recomendación al gobierno orientada a la creación de un mecanismo para la acreditación formal de programas. Tras un periodo de reflexión y debate, el diseño de acreditación convenido buscó asimilarse al modelo norteamericano. Una de las razones de esta decisión fue, precisamente, la importancia dada a la opción de apoyar la vía del reconocimiento mutuo en el marco del TLCAN.

A finales del año 2000 el gobierno del presidente Ernesto Zedillo Ponce de León aprobó la creación del Consejo para la Acreditación de la Educación Superior, bajo la figura jurídica de una Asociación Civil reconocida por la SEP para autorizar y coordinar la operación de agencias de acreditación por disciplinas profesionales. Integraron la asociación: la SEP, la ANUIES, la Federación de Instituciones Mexicanas Particulares de Educación Superior (FIMPES), la Academia Mexicana de Ciencias, así como varios colegios profesionales, la Federación de Colegios y Asociaciones de Médicos Veterinarios Zootecnistas de México, el Colegio de Ingenieros Civiles de México, el Instituto Mexicano de Contadores Públicos, la Barra Mexicana Colegio de Abogados, la Academia Nacional de Ingeniería y la Academia Nacional de Medicina de México.

En 2002 se otorgaron los primeros reconocimientos a organismos de acreditación. El mismo año se autorizó la acreditación de un total de 156 programas de licenciatura. Los CIEES, por su parte, apoyarían el proceso de acreditación estableciendo la figura de “programa acreditable” como resultado de las evaluaciones practicadas.

La institucionalización de la acreditación de programas vendría a facilitar la ruta de trabajo de los COMPI, no sólo porque básicamente los mismos colegios y asociaciones participaban en el mecanismo de acreditación autorizado, sino porque la aproximación metodológica era compatible con las prácticas de acreditación vigentes en Canadá y en Estados Unidos, es decir procedimientos de evaluación centrados en programas, a cargo de agencias independientes, y con una instancia central de regulación y coordinación.

Sin embargo quedaban aún cuestiones importantes de resolver: la certificación individual de profesionales mediante exámenes objetivos de conocimientos, tarea que se encargaría, en algunos casos, al Centro Nacional de Evaluación de la Educación Superior (Ceneval), la armonización de planes y programas de estudios al marco trinacional, así como la definición explícita de códigos de ética y buenas prácticas de ejercicio profesional compatibles con los tres mercados de servicios. Sólo algunos COMPI lograrían transitar exitosamente hacia esas instancias.

Un problema, salta a la vista, radicaba en la posibilidad de generar reformas académicas y curriculares en el conjunto de universidades, muchas de ellas autónomas en sus procesos de definición y gestión de sus respectivos planes de estudios. Impulsar reformas en esa dirección dependería de las capacidades de influencia de cada gremio profesional en las instituciones educativas, no podía hacerse a través de un lineamiento generado por la SEP o por cualquier otra autoridad del sector educativo. Aunque el propio procedimiento de acreditación incubaba un incentivo fuerte para la adecuación de programas, el trabajo de armonización del currículum disciplinario y de las garantías de calidad profesional de los egresados estaba aún por hacerse.

Y entonces sobrevino el 11 de septiembre de 2001 y las condiciones del entorno cambiarían radicalmente.


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