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La escuela participa en un tejido social paralelo que acoge y genera violencia
María Herlinda Suárez Zozaya
Campus Milenio Núm. 511 [2013-05-23]
 

Actualmente, en México, se acepta que en la base de casi todos los problemas que se viven en el país, principalmente los vinculados con la violencia, se encuentra el debilitamiento o ruptura del tejido social. Es bueno recordar cómo ha operado la trama del debilitamiento, si es que, al respecto, se quiere tener una actuación política efectiva.

El tema de la debilidad del tejido social, en México, se encuentra vinculado, ante todo, con el derrumbe de la sociedad salarial. La pérdida del trabajo asalariado ha producido que muchos mexicanos se encuentren en los circuitos del trabajo flexible y precario, que se combinan con largos periodos de desocupación.

La expulsión de tantas personas del trabajo estructurado ha debilitado los sentidos de pertenencia, identidad, confianza y lealtad a las instituciones y al territorio. A esto es a lo que nos referimos los sociólogos cuando hablamos de procesos de desinstitucionalización y desanclaje.

La ética del trabajo como forma de articulación entre los individuos y la sociedad ha sido sustituida por la estética del consumo, en buena medida debido al papel que actualmente juegan los medios de comunicación. Pero, para cumplir los mandatos del consumo se requieren recursos y capacidades que muchos mexicanos no tienen.

Individuos y familias se han visto obligados a redefinir sus estrategias de sobrevivencia y, para ellos, se han tornado obsoletos los principios éticos de conducta que regulaban la convivencia. Este es uno de los indicadores más claros de que el tejido social se encuentra roto y constituye la causa principal de que la violencia y el riesgo se hayan convertido en dimensiones constitutivas de lo social, en prácticamente todo el territorio mexicano.

Siendo estas condiciones las que enmarcan la vida en la sociedad mexicana contemporánea, los procesos de individuación y de construcción de nuevos colectivos se encuentran regidos por preceptos que significan las acciones ilegales y violentas como si fueran legítimas. Sólo así se puede construir, para uno mismo y para los más allegados, biografías que cuenten con poder y reconocimiento.

El rompimiento del tejido social, causado por la escasez de trabajos decentes y por la debilidad y la corrupción del Estado, ha funcionado como caldo de cultivo propicio para que el involucramiento en organizaciones delictivas aparezca como oportunidad para contar con ingresos propios y para ser partícipe de símbolos, códigos, normas y rituales que otorguen sentido de inclusión y de pertenencia a una vida colectiva.

Ha escrito Rossana Reguillo que no es un orden ilegal lo que se ha generado, sino un orden paralelo (paralegal) que construye sus propios códigos, normas y rituales. Así que en estricto sentido, en México, la debilidad del tejido social que fuera instituido a partir de las promesas de integración a la vida moderna es un hecho, pero también se ha generado un entramado de relaciones sociales paralelas que brindan sostén a quienes de otra manera estarían “flotando en el aire”.

En este “orden” social paralelo muchos mexicanos están encontrando soluciones individuales, no necesariamente legales pero a sus ojos legítimas, a las condiciones de pobreza y exclusión. Dice acertadamente la autora que la paralegalidad se ha convertido en un mayor reto que la ilegalidad.

Es cierto. Hoy es evidente que los comportamientos delictivos, abusivos y violentos no sólo han proliferado en las estructuras políticas del país sino también penetrado en la sociedad mexicana en su conjunto, tanto así que las escuelas y sus actores no son excepción. Basta con pensar en la violencia desplegada por maestros y estudiantes en los acontecimientos recientes de toma de carreteras, instalaciones, etc.

Es que la socialización educativa no alcanza para frenar el avance de la violencia y la escuela ha sido incapaz de operar como espacio de contención y fuente de certezas. Lo que los jóvenes aprenden en la escuela suele estar lejos de funcionar como promesa de acceso a un futuro promisorio y no resulta útil para erradicar la seducción que ejercen las rutas hacia la violencia.

Difícilmente se podrán recomponer los lazos colectivos, los vínculos de identidad y los valores de la sana convivencia en México si no se enfrenta y resuelve el problema de la falta de empleo decente que hoy sufren tantos mexicanos.

Por más que se operen programas para fortalecer las identidades comunitarias, se organicen eventos de convivencia, foros y mecanismos para la participación ciudadana o se incremente la cobertura educativa y se impulse la democracia, si no existen suficientes oportunidades para trabajar legalmente y ganar el dinero suficiente para cubrir las necesidades humanas básicas de una manera digna, las “conductas desviadas” seguirán siendo la norma. Por lo pronto, brindar oportunidades de trabajo decente a los y las jóvenes resulta urgente y crítico.


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