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¿Por qué no podemos sacar mayor provecho de la ciencia mexicana?
Armando Alcántara Santuario
Campus Milenio Núm. 532, pp.5 [2013-10-24]
 

Desde hace ya varios años, diversos estudiosos y analistas de la ciencia y la tecnología latinoamericana, han reflexionado acerca de las causas y motivos por los que, en agudo contraste con lo ocurrido en los países avanzados, los resultados de la actividad científica no han sido incorporados a la economía. Las preguntas y cuestionamientos sobre este tema se han vuelto a poner de manifiesto en fechas recientes debido al carácter estratégico que el conocimiento científico y tecnológico está cobrando en el actual contexto económico global. En América Latina se han observado los casos de países que cuentan con importantes y dinámicas comunidades científicas con presencia significativa en el concierto mundial a través de sus publicaciones y participación en proyectos de gran envergadura pero que, sin embargo, tienen muy escasa presencia en la creación de empresas de base tecnológica. Como se sabe, en el mundo de hoy, muchas de éstas se cuentan entre las más dinámicas y exitosas. Más aún, desde hace varias décadas, algunos gobiernos de la región latinoamericana intentaron dar impulso a la creación de este tipo de empresas, mediante políticas y programas especiales para fortalecer el vínculo entre los centros de investigación científica y tecnológica y la industria local. En muchos de estos intentos, hubo el interés por agilizar de manera muy significativa los procedimientos para materializar los esfuerzos e ideas emanados de los laboratorios y centros de experimentación de las universidades e instituciones de educación superior. Lamentablemente, casi ninguno de estos propósitos pudo llegar a buen puerto.

Entre las causas de estos fracasos se encuentran la falta de confianza de los sectores empresariales locales en la producción científica y tecnológica local, debido a su excesiva dependencia (material e ideológica) del extranjero. Otro factor ha sido la baja inversión de los gobiernos en ciencia y tecnología, así como la excesiva dificultad para crear empresas basadas en el conocimiento aplicado y el burocratismo de la ayuda gubernamental para su funcionamiento.

Todo este desolador panorama para la aplicación del conocimiento a la economía, se ejemplifica en el caso mexicano en un artículo aparecido en el número más reciente de Scientific American intitulado “Why can’t Mexico make science pay off?” [“¿Por qué México no puede sacar provecho de la ciencia?”, escrito por Erik Vance. En él señala las enormes dificultades para establecer una cultura de la innovación en un país que, argumenta, es en muchos sentidos la antítesis del meritocrático modo de operar las empresas basadas en el conocimiento, que caracteriza a lugares como el Silicon Valley de California. Más aún, para el autor del artículo mencionado, pese a que México cuenta con una importante comunidad científica, hasta ahora no ha sido capaz de transferir su talento y conocimiento en productos, tecnologías y empresas de alta tecnología. Aunque nuestro país no sea el único de los de ingreso medio que lucha por librarse del ciclo de fábricas con explotación exagerada de la mano de obra, al lado de enormes disparidades en la distribución de la riqueza; en pocas palabras, un país maquilador. Para Vance, México, más que ningún otro país ha estado y está preparado para irrumpir con éxito en la economía de la información—aunque tercamente se niegue a hacerlo.

Resulta muy desconcertante que, por un lado, México cuente con universidades como la UNAM, el CINVESTAV, la UAM y otras instituciones de investigación que cuentan con una saludable comunidad científica, así como con más de 100 mil ingenieros cada año. Asimismo, son conocidas en todo el mundo las aportaciones que han significado inventos como la TV a colores, la píldora anticonceptiva y la contribución para identificar el hoyo en la capa de ozono. Sin embargo, pese a que alguna vez las instituciones mexicanas fueron la vanguardia a nivel regional, en los años recientes están siendo alcanzadas por otras naciones como Chile y Argentina. Brasil invierte tres veces más que México en ciencia y tecnología y varias de sus universidades están mejor clasificadas que las mexicanas.

Además, Corea del Sur envía 10 veces más estudiantes a Estados Unidos per cápita, y Turquía publica el doble de artículos que nuestro país. Ni qué decir de la bajísima inversión gubernamental en investigación y desarrollo (0.4 por ciento del PIB) a pesar de que hasta años recientes, se nos consideraba como la décima economía mundial.

Vance plantea que en materia de innovación, México mantiene todavía grandes obstáculos en las tres etapas del proceso. La primera se ubica al inicio, cuando una invención es sólo el germen de una idea; la segunda, en la parte media, cuando los científicos e ingenieros plantean formar una empresa que hará fructificar la idea; y en la parte final, cuando la idea falla y es tiempo de volver a comenzar. Sin embargo, en medio de este, panorama nada halagador, señala que se están produciendo algunas historias exitosas. En 2012, México se ubicó, junto con la India, Filipinas y China, entre los mayores exportadores de servicios de tecnología informática. También parecen promisorios los esfuerzos recientes impulsados por el CONACYT en biotecnología e ingeniería automotriz. Más aún, mientras México tendrá que recurrir a los EU para obtener la vacuna contra la fiebre porcina, la Unión Americana pronto tendrá que adquirir en México los productos farmacéuticos necesarios para elaborar los antídotos contra los piquetes de alacrán y araña.

Finalmente, considera que la actual política científica y tecnológica impulsada por Peña Nieto, ofrece buenas expectativas para mejorar de manera considerable la inversión en materia de ciencia y tecnología, así como para remontar los obstáculos que impiden el desarrollo de empresas con capital de riesgo para poner en práctica las innovaciones que ofrece la comunidad científica mexicana.


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