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La educación superior como bien público: El problema de la calidad
Roberto Rodríguez Gómez
Campus Milenio Núm. 574 [2014-09-04]
 

La semana pasada terminamos nuestra entrega indicando que la sola ampliación del acceso social a los sistemas de educación superior resulta insuficiente para que éstos califiquen como un bien público en toda la extensión de la palabra. ¿Por qué?, por una sencilla razón: si la masificación de los servicios no está acompañada de su mejora no resuelve satisfactoriamente las expectativas de los individuos, ni las de la sociedad en su conjunto, ni en todo caso las del Estado.

Una educación superior mediocre o de mala calidad difícilmente genera la clase de externalidades positivas que se esperan de la formación en las profesiones y disciplinas que incluye. De igual manera, si las tareas de investigación que se realizan son irrelevantes para la generación de nuevos conocimientos, difícilmente se consigue traducir los resultados de esa función en respuestas a los problemas del desarrollo, en aplicaciones tecnológicas originales, o en procesos de transferencia educativa.

Aunque hay un acuerdo generalizado sobre la necesidad de impulsar procesos de calidad para un sano desarrollo de los sistemas de educación superior, la cuestión se complica bastante a la hora de definir qué se entiende por calidad y cuáles son, en concreto, las mejores vías para obtenerla. Abordemos este primer ángulo de la cuestión.

El Diccionario de la lengua española ofrece varias definiciones, entre ellas una que hace equivaler el término a los términos de “superioridad o excelencia”. La nueva edición del volumen que publica la Real Academia Española (la vigésimo tercera, aún en preparación) añade una formulación interesante: “adecuación de un producto o servicio a las características especificadas.” Tenemos pues dos vertientes interpretativas, que de hecho han estado presentes en el debate sobre dicha noción en distintos ámbitos: calidad es lo mejor de algo, o calidad es el cumplimiento de un estándar convenido.

De aplicarse la primera noción de calidad (excelencia) a los sistemas de educación superior el mayor problema a resolver es de factibilidad, ¿Puede un sistema que conjunta tareas de docencia, investigación y difusión aspirar a la excelencia en todos los componentes y procesos que incluye? ¿Resulta factible que la totalidad de las instituciones, programas y proyectos sean de tal naturaleza? La respuesta es necesariamente negativa, porque la idea misma de excelencia está ligada a las de comparación y competencia.

En cambio, si se opta por discernir la calidad académica desde una perspectiva centrada en la definición de estándares los problemas a resolver son, fundamentalmente, de orden práctico. No debe perderse de vista, sin embargo, que la ruta de la calidad apoyada en la adecuación de programas educativos y proyectos de investigación respecto a marcos de referencia comunes y compartidos tiene como punto de partida la respuesta a la pregunta: ¿quién y cómo define los estándares de calidad de tales funciones?

La última pregunta y sus posibles respuestas no radican en el terreno técnico. Tiene que ver, más bien, con la configuración histórica y política de los sistemas de educación superior. En algunos contextos la fuerza relativa de los gremios profesionales, de las comunidades académicas, o de los conglomerados institucionales ha marcado pauta. Aunque, a primera vista, un control de calidad académica que radica en cuerpos de especialistas independientes del poder público puede parecer óptimo, no siempre es posible ni deseable.

En primer lugar porque un modelo tal supone comunidades profesionales y académicas maduras, con la capacidad de diferenciar el interés general de los intereses particulares, grupales, gremiales o institucionales, lo que naturalmente no es simple. Ello ha justificado, en no pocos casos, la presencia del Estado en la regulación y coordinación de procesos de calidad. Con relativa frecuencia, tómese por ejemplo el caso de la Unión Europea, los mecanismos y procesos de control de calidad académica resultan de una combinación de actores y agencias, en los que están presentes las asociaciones de directivos universitarios, los colegios profesionales, especialistas en evaluación, y diversos órganos de carácter gubernamental.

La multiplicación de agentes que intervienen en torno al propósito de mejorar los sistemas de educación superior tiene ventajas y desventajas. Por un lado propicia una deliberación más rica y mejor balanceada aunque, por otro lado, tiende a burocratizar en exceso los procesos de diagnóstico, evaluación, reforma, innovación y rendición de cuentas en torno al tema de la calidad académica. A falta de una solución perfecta, las políticas de educación superior contemporáneas, parecen debatirse en torno a la búsqueda de un santo grial: la conjunción óptima de la universalización del acceso al sistema y el logro de niveles de calidad satisfactorios.


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