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Sistema Nacional de Investigadores: La regulación de la evaluación
Alejandro Canales Sánchez
Campus Milenio Núm. 619, pp. 5 [2015-08-13]
 

A raíz de los multicitados casos de dos profesores que incurrieron en plagios académicos, uno de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo y otro del Colegio de San Luis, Conacyt emitió un comunicado para recordar que cuenta con normas para atender ese tipo de irregularidades y advertir que “no tolera faltas éticas que ponen en duda la integridad del Sistema Nacional de Investigadores” (Comunicado 66/15).

Los casos han sido profusamente documentados en los medios y no tiene sentido insistir en los hechos particulares. Sin embargo, sí vale la pena destacar las reacciones que se han producido al respecto y algunas de las acciones que se sugieren, porque tal vez podrían ser contraproducentes y profundizar el ya de por sí complejo sistema normativo.

En primer lugar, salvo una inexplicable carta pública en defensa de uno de los inculpados —por cierto, finalmente él acepto su responsabilidad—, las expresiones públicas sobre los acontecimientos fueron de franca reprobación y condena unánime al plagio académico. Al menos podemos tomarlo como un aliciente, porque nos muestra que no hemos llegado al extremo del cinismo, no todavía, como para justificar lo injustificable.

En segundo lugar, parece claro que los dos casos de referencia no son hechos excepcionales. Según algunos testimonios que se dieron a conocer en los medios y otras experiencias, lo que conocemos, el plagio académico es una práctica recurrente y tiene lugar en múltiples instituciones, tanto por alumnos como por profesores e investigadores.

Incluso, en el mismo Sistema Nacional de Invesigadores (SNI), de acuerdo a lo que señaló la directora de desarrollo científico del Conacyt, Julia Tagüeña, en la última década se han sancionado seis expedientes más por plagio académico (La Jornada 06.08.2015). Esos casos no alcanzaron una alta visibilidad pública, pero fueron igualmente graves, solo que las redes sociales no potenciaron su efecto en los medios.

Ciertamente, el plagio y el fraude académico no son privativos del ámbito nacional. En la mayoría de regiones y en variadas instituciones se han registrado y reportan casos; son más notorios cuando se refieren a personajes de la vida pública o académicos consagrados. Por ejemplo, el prestigiado investigador coreano que manipuló imágenes para validar su experimento, un funcionario público alemán con título apócrifo, un célebre escritor peruano acusado de plagiar escritos periodísticos, entre muchos otros.

Sin embargo, lo que no se sabe es qué tan acotado o extendido está el problema y tampoco qué lo está provocando. Sobre lo primero existen meras impresiones o experiencias que se globalizan para calificar, pero ninguna aproximación a una medida. Es más, ni siquiera existe la certeza de qué y cuándo puede ser considerado como plagio.

En cuanto a los motivos para el plagio, las posiciones se han dividido: unos señalan que se debe a la presión para mantener o incrementar la productividad que impone el mismo sistema de evaluación, con lo cual aligeran la responsabilidad de los acusados; otros, por el contrario, enfatizan el papel individual e indican que el plagio deriva de la constitución moral del académico del que se trata y su consecuente propensión a cometer el ílicito; otros más, observan que es un relajamiento o una auténtica falla de los evaluadores, los que juzgan el trabajo (sea el tutor, los pares, las comisiones, los instrumentos o el sistema); y unos más, advierten que el plagio se debe a la ausencia de una normatividad para prevenirlo.

En general, como casi siempre ocurre, es posible que las causas se localicen en más de un factor. No obstante, la respuesta no puede ser, una vez más, mirar para otro lado y continuar con una ausencia completa de normas que permitan la apropiacion indebida de los productos e ideas de otros.

La opción tampoco puede ser una sobre regulación para prevenir el plagio, como la que actualmente dedica un volumen incuantificable de horas, materiales probatorios, así como recursos humanos y financieros, a la tarea de evaluar la productividad. Y en no pocas ocasiones con indicadores absurdos como los que hemos comentado en este mismo espacio.

En los últimos 25 años hemos creado un intrincado y burocrático sistema de evaluación del rendimiento individual, valorándonos incesantemente unos a otros, pletórico de comisiones, reglamentos y sumamente costoso. Parece indudable que sí ha logrado incrementar la productividad pero no, como tenemos constancia, lo más esencial: mejorar la actividad.

La respuesta no debieran ser más normas, si no repensar seriamente el sistema de evaluación, reducir su variabilidad y su peso salarial. Sobre todo, tendría que garantizar una rendición de cuentas y haber una clara diferencia entre cumplir con las responsabilidades y no hacerlo.


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