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Formación de doctores y desarrollo científico
Armando Alcántara Santuario
Campus Milenio Núm 245, pp.29 [2007-10-18]
 

Uno de los indicadores más comunes para expresar el desarrollo científico de un país es el número de doctores formados anualmente en las universidades y centros de investigación, tanto del interior como del extranjero. En México la formación de doctores a gran escala "o cuando menos a una considerable, comparada con la de los países avanzados" ha sido un fenómeno tardío, pues se inició apenas a comienzos de los años setenta.

Según se desprende de un estudio sobre este tema realizado por este autor, junto con Salvador Malo y Mauricio Fortes, el cual será publicado a fines de este año o principios de 2008, puede afirmarse que los programas de doctorado comenzaron formalmente sólo hasta mediados del siglo XX.

Dichos programas fueron el resultado de una tradición académica existente en las humanidades (filosofía), junto con las iniciativas de algunos profesores orientados a la investigación, los cuales habían obtenido sus doctorados principalmente en Europa y Estados Unidos. También la generación de científicos y humanistas españoles que llegaron a México huyendo de la Guerra Civil, fortalecieron dicha tradición.

Asimismo, en un principio, la introducción de programas de doctorado creó una tensión entre las visiones orientadas hacia las profesiones y las que privilegiaban una perspectiva más volcada hacia la investigación, así como entre las ciencias y las humanidades respecto de sus posiciones acerca de la "verdad" y sus diferentes actitudes frente a la investigación y el trabajo académico de alto nivel.

Los comienzos del doctorado

Como se dijo al principio, los orígenes del doctorado en México pueden rastrearse hasta el inicio de los años cuarenta, cuando el país contaba con casi una docena de universidades públicas y unas cinco privadas.

Como ha ocurrido con otros aspectos de la educación superior del país, los programas doctorales se iniciaron en la UNAM. En un principio, comenzaron en la Facultad de Filosofía y Letras y la Escuela de Altos Estudios, de la cual posteriormente emergió la Facultad de Ciencias como una entidad independiente. De ahí se extendieron a otras facultades y luego a otras universidades.

No obstante, durante casi tres décadas (1940-1970), los doctorados fueron una rareza institucional. En aquellos primeros años, sólo se otorgaban dos o tres grados de doctor por año. No fue sino hasta la década de los años sesenta que otras universidades, incluyendo algunas privadas, el Instituto Politécnico Nacional (IPN) y El Colegio de México, comenzaron a ofrecer un número mayor de programas de posgrado, aunque todavía el otorgamiento de grados doctorales no era regular.

Sólo a finales de esa década con la consolidación del Centro de Investigación y Estudios Avanzados (Cinvestav), que había sido fundado en 1961 la formación de estudiantes de doctorado se inició de manera regular. En esa época, las becas para doctorado eran otorgadas por el Banco de México, el Instituto Nacional de Investigación Científica (antecedente del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología), y algunos centros como el Instituto Nacional de Energía Nuclear (ININ) y el Instituto Mexicano del Petróleo (IMP).

Ya en los años setenta del siglo XX, el rápido crecimiento del sistema de educación superior comenzó a provocar un incremento en la demanda de estudios de posgrado.

En 1970, el gobierno federal creó el Conacyt, una de cuyas áreas principales era la formación de recursos humanos en investigación y desarrollo. Para entonces, ya se contaba también con una emergente comunidad de científicos agrupada alrededor de la Academia Mexicana de la Investigación Científica (hoy Academia Mexicana de Ciencias), fundada en 1959 por una docena de científicos de la época.

Durante esa misma década, la expansión del sistema de enseñanza superior llevó al establecimiento de la entonces Subsecretaría de Educación Superior e Investigación Científica, dedicada a la promoción de estudios de posgrado e investigación científica en las universidades públicas.

En ese contexto, en 1976 el Conacyt diseñó el primer plan nacional de desarrollo científico y tecnológico de largo plazo, en el cual se establecía por primera vez un programa para la formación de recursos humanos, que pronto recibió apoyo financiero internacional.

A lo largo de la década de los años ochenta, el número de programas de maestría y doctorado se incrementó notablemente, tanto en la UNAM como en otras universidades y centros de investigación.

En 1980 ya había 15 universidades que ofrecían 52 programas de doctorado. Las instituciones de nivel universitario existentes en esa época crecieron en su tamaño y otras se fueron creando en diferentes ciudades.

Muchas de ellas requerían personal académico en grandes números. Al mismo tiempo, había una creciente preocupación por la calidad de la formación que ofrecían las instituciones y una mayor demanda de graduados de maestría y doctorado para ocuparse como profesores e investigadores.

El crecimiento del sistema

Si bien la expansión del sistema se observó a lo largo de todo el país, fue particularmente notable en la capital: la UNAM aumentó sustancialmente su matrícula y fundó cinco nuevos campus en distintas partes de la ciudad; el Cinvestav consolidó varios de sus departamentos y estableció sedes en distintas entidades de la república.

La UAM, creada en 1974, tenía ya en operación tres campus en la Ciudad de México y rápidamente se había convertido en una de las principales instituciones en investigación y programas doctorales.

Cambios de perspectivas

La crisis económica que asoló al país desde 1982 cambió las perspectivas y actitudes hacia la ciencia y la educación superior. Ante la posibilidad real de perder a muchos de sus mejores científicos que se podrían marchar a otros países o buscar mejores empleos fuera de las universidades, se creó el Sistema Nacional de Investigadores (SNI). Uno de los requisitos mínimos para ingresar a dicho sistema es poseer un doctorado.

Durante la segunda mitad de los años ochenta (la llamada década perdida), el sistema redujo su tasa de crecimiento y la expansión de las instituciones públicas de investigación disminuyó a niveles muy bajos, mientras que el sector privado incrementaba su tamaño y presencia.

No obstante, los programas de posgrado, el número de doctores graduados y las publicaciones científicas producidas en las universidades públicas aumentaron de manera sostenida.

Como es sabido, el crecimiento del sector privado en los últimos quince años es el fenómeno más apreciable de nuestro sistema de educación superior. Casi desde su nacimiento, la Universidad Iberoamericana (UIA) y el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM), ofrecieron programas de posgrado, principalmente a nivel de maestría aunque son de las pocas instituciones privadas que cuentan con doctorados desde hace varios años.

En la década de los ochenta algunas otras instituciones particulares comenzaron también a ofrecer diplomados, especialidades, maestrías y en mucha menor cantidad, doctorados, sobre todo en las áreas económico-administrativas, educación y humanidades.

Impulso a iniciativas

Finalmente, en los últimos años, la Subsecretaría de Educación Superior ha venido impulsando diversas iniciativas para promover el número de doctores en las universidades públicas del país. Un ejemplo ha sido el Programa de Mejoramiento del Profesorado, que ofrece becas a los profesores de dichas instituciones, para estudiar sus posgrados en el país o en el exterior.

Por otro lado, el Conacyt ha puesto en operación el Padrón Nacional de Posgrados, como instrumento para acreditar y reconocer la calidad de los programas de maestría y doctorado.

En este panorama de la formación de doctores ha quedado fuera, por razones de espacio, una valoración puntual de diversos aspectos problemáticos como la relevancia de los programas, la duración de los mismos y el fenómeno del credencialismo, entre otros.

Habrá que ocuparse de ellos para mejorar la formación de los cuadros de más alto nivel con que cuenta el país.


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