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Apostemos a ser ricos
María Herlinda Suárez Zozaya
Campus Milenio Núm 245 [2007-10-18]
 

Puede parecer superfluo iniciar las consideraciones que expondré a continuación, subrayando la estrecha relación que existe entre la representación que tiene una sociedad de sí misma y lo que ésta llegará a ser en el futuro. Con todo, comienzo enfatizando esta relación porque estoy convencida que la significación que hoy hacemos de "lo mexicano" representa un muro que se nos impone, y nos es difícil cruzar, cuando tratamos de hacer realidad los tan anhelados objetivos de mejorar la vida en el país y armarlo digna y convenientemente frente a la competencia internacional. Sin duda, la ciencia se encuentra detrás de este muro.

Para sí misma, la sociedad mexicana se presenta, se nombra y se proyecta pobre. Ya pasaron los tiempos en que la gente creía que a pesar de que México fuera una nación pobre, por medio del impulso a la educación llegaría a ser una nación rica. Aunque muchos todavía piensan que educarse es necesario para tener oportunidades de mejorar la situación personal, ya casi nadie cree que a través de esfuerzos educativos personales el país pueda sobreponerse a la situación de pobreza en que se encuentra. Pareciera que ésta (la pobreza) ahora es vista como atributo que es expresión de la significación imaginaria que mantiene a la sociedad mexicana unida.

Esto implica que hemos hecho de la pobreza condición de existencia y sentido de lo mexicano. De hecho, el sistema educativo que tenemos, las políticas públicas y las acciones que se emprenden, cuando menos en el campo de la educación superior, así lo muestran.

Desde que en México se re-fundó la institución universitaria, a principios del siglo XX, la actividad científica quedó confinada en el interior de los muros de las universidades.

El objetivo de la separación entre ejercicio profesional y actividad científica fue producir los cuadros profesionales que necesitaba el orden político, económico y social naciente, el cual, por cierto, no consideraba a la ciencia como actividad importante de ser impulsada ni a sus productos útiles, más allá del sector académico. Pasados ya casi cien años, la relación entre actividad científica, sociedad y economía apenas ha cambiado.

Y por si fuera poco, ante la problemática actual de la escasez de empleo, muchos jóvenes mexicanos sacrifican su vocación científica para cursar carreras que, supuestamente, les permitirán ubicarse más fácilmente en el mercado de trabajo.

Para colmo, como el gobierno ha propiciado que el mundo de la educación superior funcione como mercado, muchos jóvenes estudian en universidades privadas, cuyo fin es el lucro y no hacen el menor esfuerzo por entregar a los jóvenes elementos que los formen en investigación. Y la gota que derrama el vaso: incluso entre las universidades públicas son pocas las que acogen y cultivan seria y ampliamente la actividad científica.

Estando las cosas como las he descrito, y de seguir así, es mejor no engañarnos: debemos reconocer que México es un país pobre y también que lo más probable es que lo seguirá siendo por mucho tiempo. Y es que no podrá ser de otra manera, porque la escasa apuesta que se hace por la ciencia en el país muestra que sus dirigentes y su sociedad no han tenido la capacidad para imaginar y producir a México en la riqueza.

De hecho, los jóvenes empeñados en ser verdaderos científicos sufren México, pues por más que tengan la suerte de ser apoyados con becas para cursar posgrados y logren ubicarse en el mercado de trabajo cuando ya son doctores, difícilmente encuentran, en el país, las condiciones para aprovechar y potenciar sus capacidades; mucho menos para ponerlas a disposición de un proyecto que se plantee seriamente utilizar la ciencia para que México salga de la pobreza.

Para tratar de evitar malentendidos: no digo que no sea bueno que los jóvenes mexicanos reciban becas para formarse en el extranjero y que a su regreso se les apoye para que se integren a las universidades mexicanas. Me ubico en un punto de vista de hecho: en el contexto actual de la educación superior que ha sido invadido por los valores de la competencia, los doctores, de ser referencia del hombre (mujer) intelectual o de ciencia comprometido con el conocimiento y con el desarrollo del país, pasaron a significar condición necesaria para cumplir requisitos y apariencias institucionales de calidad.

En consecuencia, las instituciones ahora contratan doctores no por otra causa, sino la de competir por recursos, más que para organizar, realizar y promover la actividad científica. En otras palabras, son escasos los proyectos institucionales a los cuales pueden entrar los jóvenes doctores y que los hagan sentir que lo aprendido será útil, para la ciencia y para el país, y no sólo para su currículum y para la imagen institucional.

Es probable que no se perciba lo importante que resulta, en este momento para México, saltar las barreras que nos imponen nuestras significaciones de pobreza. Es válido que estemos preocupados por resolver los problemas urgentes del empleo de los jóvenes, pero esto no debe poner límite a nuestras aspiraciones. Basta mantenernos atentos a lo que han hecho los países que ahora son ricos, o que van en camino de serlo, para darnos cuenta que la apuesta por la ciencia es muy prometedora.

Pero nuestra apuesta no debe ser desde la visión de los pobres, sino que la debemos construir con criterios innovadores e imaginativos que proyecten a México como un país rico; que promuevan y permitan que los jóvenes doctores mexicanos se involucren en hacer realidad la apuesta. De veras, los jóvenes mexicanos así lo esperan.


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