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La declaración de San Lázaro
Alejandro Canales Sánchez
Campus Milenio Núm 246 [2007-10-25]
 

La imagen es elocuente: diputados y funcionarios del gobierno federal en posición de saludo a la bandera en el recinto parlamentario. Como pie de foto, se desgranan 15 propuestas para impulsar la ciencia y la tecnología (Reforma, 09/10/07). Es una inserción periodística que sintetiza las conclusiones de la Feria de Ciencia y Tecnología del Palacio Legislativo realizada el mes pasado; al conjunto de propuestas lo llamaron la “Declaración de San Lázaro”. El acto protocolario se perderá en los rituales de la intrascendencia. Una declaración que se suma a otras anteriores pero que carece de efectos vinculantes y de mecanismos de exigibilidad.

Las propuestas incluyen medidas como: cumplir lo que propone la normatividad en materia de financiamiento para la ciencia y la tecnología (1 por ciento respecto del PIB), favorecer desde la educación básica el interés por la actividad científica, crear infraestructura, favorecer la descentralización con la participación de los tres niveles de gobierno, promover la vinculación con el sector productivo, apoyo a través de estímulos fiscales al sector productivo, establecer un sistema de cuentas nacionales en el sector para transparentar la inversión y ejercicio real, o modificar la ley de propiedad industrial y el código penal para sancionar los delitos en materia de derechos de autor, entre otras.

En el encuentro participaron los principales funcionarios del gobierno federal del sector: el subsecretario de Educación Superior, el director general y los directores adjuntos de Conacyt. Por parte de los legisladores estuvieron los coordinadores de las fracciones parlamentarias, los presidentes de las comisiones de Educación y de Ciencia y Tecnología. Todos ellos actores importantes en el diseño y puesta en marcha de las políticas públicas del sector. Entonces, ¿por qué cabría dudar de la intencionalidad que manifestaron?

En primer lugar porque las propuestas planteadas no difieren de lo que desde hace décadas se ha expresado en planes y programas. Es el caso de mayor financiamiento para el sector, el fortalecimiento de la infraestructura, la promoción de las actividades científicas y tecnológicas, lograr un verdadero federalismo en las políticas o mayor divulgación de los avances en la materia.

Si antes no se advirtieron diferencias sustantivas después de los compromisos, no es evidente porque ahora sería diferente.

En segundo lugar, porque no es la primera vez que se realizan encuentros entre legisladores y funcionarios públicos. Hace 20 años, la Comisión de Ciencia y Tecnología también realizó un foro (“Ciencia y tecnología en tiempos de crisis. II foro de la Comisión de Ciencia y Tecnología de la Cámara de Diputados”, México, 1988) donde participaron todos los funcionarios de primer nivel de Conacyt y los diputados de la Comisión de Ciencia y Tecnología, pero la situación no varió después del encuentro.

Hace dos años los diputados de la Comisión de Ciencia y Tecnología de la anterior legislatura, investigadores y funcionarios también hicieron su “Declaración de Cozumel”. Una declaración en la que llamaban a formular una política de Estado para el sector, de largo plazo, en la cual quedara incorporada la investigación, el desarrollo y la innovación al desarrollo nacional.

Pero, sobre todo, exhortaban a suscribir un “Acuerdo Nacional de Ciencia y Tecnología”, dirigido a todos los actores y especialmente a los que por entonces se aprestaban a competir por la Presidencia de la República. La famosa “Declaración” no fue más allá de los enunciados periodísticos y el acuerdo nunca se produjo.

En tercer lugar, y es la razón más importante, porque no existen efectos vinculantes o mecanismos de exigibilidad sobre lo que dicen las leyes. Hace tres años que entró en vigor la modificación a la Ley de Ciencia y Tecnología para establecer que el Estado debe destinar cuando menos 1 por ciento del PIB a ciencia y tecnología.

Obviamente no se ha cumplido tal mandato —dejemos de lado la incongruencia que guarda con el artículo 25 de la Ley General de Educación—, como tampoco 8 por ciento para el gasto educativo o los recientes plazos para el cumplimiento de la obligatoriedad de la educación preescolar. Ni hablar del derecho a la educación que consagra el artículo tercero constitucional o los derechos sociales en general. El cumplimiento de todos ellos se estrella con la barrera infranqueable de la disposición de fondos públicos.

Entonces, ¿son irrelevantes los encuentros entre legisladores y funcionarios de la administración pública? Por supuesto que no. Lo que es inadmisible es que los principales actores se exhorten a sí mismos a cumplir, o peor, que establezcan iniciativas que deben modificarse casi enseguida o que en definitiva carecen de viabilidad.


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