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CyT: ¿nos comparamos?
Alejandro Canales Sánchez
Campus Milenio Núm 319 [2009-05-07]
 

El discurso del presidente de Estados Unidos, Barak Obama, el pasado 27 de abril fue elocuente. Seguramente la mayoría de integrantes de la Academia Nacional de Ciencias de ese país, ante quienes pronunció el discurso, se congratularon de escuchar lo que dijo el mandatario. Los compromisos que pronunció fueron tomados como un ejemplo de lo que debería ser una política científica y tecnológica, tanto dentro como fuera de la Unión Americana. No obstante, el caso también podría ilustrar las complicaciones del diseño de la política sectorial, los modelos de referencia e incluso ser un ejemplo en sentido opuesto.

En principio, habría que valorar el hecho de que Barack Obama es el cuarto presidente estadunidense en pronunciar un discurso en la reunión anual de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos (NAS, por sus siglas en inglés). Vale la pena señalar que esa academia, fundada en 1863, reúne a una buena parte de los científicos más destacados de diferentes especialidades y también a quienes integran el Consejo Nacional de Investigación. El primer presidente en acudir a una de las reuniones de esa organización científica fue John F. Kennedy en 1961, después James Carter en 1979 y el más reciente, antes de Obama, había sido George Bush (padre) en 1990.

Desde la campaña electoral, el ahora presidente estadunidense había seducido con su oratoria a diferentes grupos sociales y se comprometió con otros tantos, incluidos los universitarios, más todavía si se considera que él mismo proviene del ámbito académico. Por tanto, no es de extrañar que ahora atendiera la invitación de los científicos. Pero omitamos el aura carismática, las virtudes o el significado político de la presencia del presidente estadunidense en la NAS y centrémonos en el tipo de compromisos que asumió.

Según la versión oficial de la Casa Blanca, Barack Obama, después de reconocer que la inversión en ciencia y tecnología venía declinando en los últimos 50 años, y con ello su liderazgo en la materia, se comprometió a que “dedicaremos más de 3 por ciento de nuestro PIB a investigación y desarrollo. No sólo alcanzaremos, sino que sobrepasaremos el nivel logrado en la era espacial, con políticas de inversión en investigación básica y aplicada, con la creación de nuevos incentivos para innovación privada, promoviendo progresos en energía y medicina, y en la mejora educativa en matemáticas y ciencia” (www.whitehouse.gov).

Obviamente, las palabras suscitaron el aplauso unánime y más todavía cuando precisó que eso representaba el mayor compromiso con la investigación científica y la innovación en la historia americana. “El compromiso que yo estoy haciendo ahora alimentará nuestro éxito por otros 50 años”, añadió. Además, ahí mismo anunció la creación de un Consejo de Asesores del Presidente en Ciencia y Tecnología (PCAST, por sus siglas en inglés), integrado por una veintena de científicos.

Pero tal vez lo más importante, para ilustrar lo que nos interesa, es que también indicó que con él regresaría la ciencia al lugar que le corresponde y a sobreponerse a la ideología, e incluso recordó el memorándum ejecutivo que había firmado desde el pasado marzo. La alusión y el contraste fueron claros respecto de lo que ocurrió con la administración anterior, la del presidente George Bush.

El lector seguramente recuerda la prohibición que instauró el presidente Bush desde 2001 para utilizar fondos federales en la investigación con células troncales. Iniciativa que sostuvo a la largo de su administración y que le valió fuertes críticas de la misma NAS; el argumento fue que Estados Unidos estaba perdiendo el liderazgo en este tipo de investigación por la limitación de fondos.

El punto que vale la pena resaltar es que tal parece que las políticas en esta materia, como en muchas otras áreas, después de todo tienen una alta dependencia de las posibilidades, capacidades e instrumentos del Poder Ejecutivo. A pesar de que se advierten como deseables las políticas de Estado con la intervención de diferentes actores y contrapesos —en oposición a políticas de gobierno—, tal parece que los instrumentos gubernamentales tienen un mayor peso.

Ahora que el actual presidente estadunidense hace una declaración de intenciones que parece sensata, su iniciativa es tomada como ejemplo de lo que debería hacerse en el sector, tanto por los niveles de inversión que piensa llevar a efecto como por la proyección a largo plazo de liderazgo nacional y la creación de un grupo de asesores científicos. Pero se trata del mismo país que durante ocho años mantuvo una prohibición en el terreno de la investigación y donde juegan un papel relevante el Congreso, los grupos económicos y los mismos científicos. ¿Entonces?

Obviamente, los indicadores científicos y tecnológicos entre México y Estados Unidos son diferentes. De hecho, este último es un patrón de referencia, pero conviene tomar nota de la forma como pueden comenzar las grandes iniciativas, a pesar de los contrapesos y los diseños institucionales.


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