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Son mucho más de 680 salones vacíos, Manuel
Armando Alcántara Santuario
Campus Milenio Núm 325, pp.12 [2009-06-18]
 

Según los Indicadores del Sistema Educativo Nacional (INEE, 2009), casi la tercera parte de los más de 100 millones de habitantes del país—unos 37 millones 700 mil personas—forman parte de dicho sistema. Sin embargo, la cantidad de quienes se hallan en situación de rezago educativo es muy cercana a esa cifra: alrededor de 33 millones de mexicanos. Más aún, se calcula que 8 de cada 100 mayores de 15 años son analfabetas.

Por otro lado, también es conocida la relación entre escolaridad, empleabilidad e ingresos económicos. De acuerdo con datos de la CEPAL (2000), el umbral educativo—el número de años de estudio necesarios para tener alta probabilidad de conseguir una ocupación que asegure un nivel de vida digno o adecuado de forma sostenida—para evitar la pobreza, se ha desplazado de la primaria a la secundaria. Es decir, que se requiere de un mínimo de 12 años para contar con probabilidades de no caer o no seguir en la pobreza.

Todo lo anterior viene a colación porque el pasado viernes 11 de junio, Manuel Gil Antón, reconocido colega especialista en temas educativos, escribió en El Universal, un muy sentido artículo intitulado “México y sus 680 salones vacíos”. En él ofrece muy interesantes reflexiones sobre la dolorosa realidad que representa el que “17 mil niños migraron solos a EU en 2008”, según refiere una nota de la periodista Silvia Otero en el mismo diario.

La imagen descrita por Manuel en dicho artículo, de innumerables salones desiertos de alumnos y maestros, corresponde a un mal sueño—por no decir pesadilla—que pudiera ocurrirle a cualquiera que se dedique al estudio o la práctica de la educación en sus diversos niveles y modalidades.

La cifra de 680 salones vacíos, resultó de calcular los 17 mil niños divididos entre 25, la capacidad normal de un salón de clases en la educación básica. También estimó que si cada salón midiera 10 metros de longitud, se tendría un enorme pasillo de casi 7 kilómetros.

Tan lacerante realidad retratada por Manuel Gil, se ve agravada por otras cifras, de suyo alarmantes, proporcionadas al día siguiente, 12 de junio, en ocasión del Día Mundial contra el Trabajo Infantil. En la ceremonia oficial encabezada por la Presidenta del Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Infancia (DIF), Margarita Zavala de Calderón, se mencionó que en México, 3 millones 600 mil menores de edad se ven obligados a trabajar.

De esa cifra, 2.5 millones tienen entre 14 y 17 años, y el resto, 1.1 millones, tieen edades que oscilan entre los 5 y 13 años. De ellos, la mayor parte no percibe ningún ingreso porque apoya a sus padres en las labores del campo y en otro tipo de actividades. Lo peor es que la cifra tiende a aumentar, debido a lo difícil de la actual situación económica del país. En el mundo, el número de niños y niñas que trabajan asciende a 218 millones, de los cuales se calcula que 126 sufren diversos tipos de explotación.

Ante este panorama, no es difícil suponer que la dedicación de los niños mexicanos a las actividades laborales con bastante frecuencia constituye un factor que obstaculiza o impide la asistencia regular a la escuela, y que en el peor de los casos, sea la causa del rezado o el abandono de los estudios. Aunque cualquier intento por calcular el número de salones de clase que verían mermada su asistencia—de manera ocasional o definitiva—sería casi imposible de realizar, lo cierto es que la cifra apuntada por Manuel Gil en el artículo de El Universal, sin duda aumentaría considerablemente.

La dramática situación que enfrenta una parte muy significativa de nuestra niñez y juventud, que en vez de ocuparse en disfrutar de lo maravilloso que puede ser la edad del juego y los primeros estudios, tiene que ocuparse de realizar arduas labores—a veces con riesgos muy fuertes de explotación de diversos tipos--, vuelve a retratar lo injusto de una sociedad que se muestra incapaz de ofrecer las oportunidades necesarias para el pleno desarrollo de la parte más valiosa de su población. Comparto entonces, la indignación de Manuel Gil ante esta lacerante injusticia.


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