Sería inocente pensar que la masacre ocurrida en Acteal, Chiapas, el 22 de diciembre de 1997, no fue una estrategia definida desde el Estado mexicano para darle un golpe de muerte a la rebelión zapatista. Precede a estos sucesos el asesinato de Colosio y lo proceden varios sucesos dolorosos que han marcado la historia reciente de nuestro país. Así que no cabe duda de que cuando a los mexicanos se nos pide que demos vuelta a las hojas del pasado y que concentremos nuestras miradas en el futuro, lo que en realidad buscan los gobernantes es que hagamos caso omiso de todos los crímenes, desacatos a los derechos humanos y violación de acuerdos sociales que han sido cometidos por los integrantes de los grupos afines a ellos, y hasta por los gobernantes mismos, a quienes no les ha importado cometer delitos con el fin de implantar en el país políticas económicas que faciliten la penetración de la nueva fase del capitalismo. Hoy a nadie le cabe duda de que las élites políticas del país son aliadas de los intereses extranjeros que están exigiendo la expropiación de los bienes sociales y comunitarios, incluidos los recursos naturales, institucionales y humanos. Y, por supuesto, los gobernantes de México están de acuerdo con la subordinación política y la dominación cultural.
Entre un sinnúmero de nombres con apellido y cara conocida que se sabe participaron en la orquestación de la matanza de Acteal, está el de Ernesto Zedillo. No en balde este ex presidente fue elegido inesperadamente como candidato del PRI a la Presidencia del país, en sustitución de Colosio, quien fuera asesinado durante su campaña. No es casual tampoco que el sexenio de Zedillo culminara con la alternancia presidencial que dio fin a la continuidad de los gobiernos priistas que, de una u otra manera, tenían un compromiso (aunque fuera tan solo simbólico) con los postulados de la Revolución Mexicana. Fue este presidente quien se encargó de hacernos saber que el nuevo capitalismo y la globalización, si no de otra manera, entrarían a México con sangre. Y desde el fin del siglo pasado y lo que va del nuevo, las fuerzas policiales y militares aparecen ante nuestros ojos día con día y ya no cabe duda de que la fuerza armada representa un dispositivo de intervención que está al servicio del Estado y que, por tanto, puede ser usada para disolver (que no resolver) las cosas.
En México, el diálogo, la negociación política y la solución pacífica de los conflictos son tan sólo simulaciones necesarias para hacer pasar al Estado como respetuoso de las formas democráticas, pero la actual consigna de los gobiernos mexicanos es: impedir, a toda costa, que en el país hayan grupos, expresiones y acciones que limiten la libertad de los inversores extranjeros para que extraigan las máximas ganancias de los recursos que, todavía hasta ahora, son de los mexicanos.
En 2000, la alternancia en la Presidencia de la República fue leída como la culminación del proceso de transición a la democracia, y no pocos analistas se apresuraron a predecir el final de la vida del PRI; un pronóstico que pareció confirmarse en las elecciones presidenciales de 2006, cuando ese partido cayó al tercer lugar en las preferencias políticas. Pero, pasada casi una década de que Zedillo dejara el poder presidencial en manos panistas, ahora el PRI ha vuelto a ganar elecciones y su regreso a la Presidencia se muestra probable. Y la verdad es que hoy da lo mismo la filiación partidaria de los gobernantes, pues se ha visto que no hay diferencia en cuanto a violaciones a los derechos humanos y sociales. De hecho, el PAN terminó de hacer el trabajo sucio que había comenzado el PRI e instaló de lleno en el país al Estado “gendarme”.
Nada está resuelto en definitiva, pero personas con los mismos nombres, apellidos y caras que aparecieron vinculados a la matanza de Acteal, ahora ya eximidos de sus crímenes por la forma como se manejó y contó la historia y ya sin el compromiso de pagar las deudas de justicia que “la Revolución debía a los mexicanos”, se están preparando para tomar el mando del país próximamente.
En Acteal fueron indígenas los masacrados y ciertamente no es indiferente que lo hayan sido, pues en la historia de México, y en general en la del desarrollo del capitalismo en el mundo, a ellos les ha tocado ser las víctimas principales de las necesidades de la colonización y ahora de la neocolonización, emparentada con el nuevo capitalismo. Pero para que logren sus objetivos los intereses internacionales privados no es suficiente con doblegar a los indígenas, sino a todos los mexicanos y, por ello, la maquinaria de la represión gubernamental se ha complejizado e incrementado sus alcances.
Actualmente, todo el país y todos los mexicanos estamos siendo masacrados a través de la imposición de autorrepresentaciones de pobreza, infortunios, fatalismos y desvalorizaciones. Las consecuencias sociales y culturales de tales representaciones están siendo tremendas. Ser mexicano hoy sólo tiene sentido positivo cuando se gana en el futbol, se habla de hispanos que son trabajadores serviciales o de intelectuales o artistas mexicanos que viven en el extranjero. Sin duda, esto es una masacre contra nuestra dignidad, pero todavía podemos evitar que se torne perpetua. Para ello es necesario reflexionar en lo sucedido en Acteal y constatar su conexión con el presente que hoy vivimos.
Acteal no ha quedado en el pasado. Los mexicanos que nos negamos a que México siga gobernado por la corrupción y la injusticia tenemos la obligación de exigir que se castigue a los políticos que participaron en los actos inhumanos allí cometidos. La situación que estamos viviendo en el país nos exige hacer lo necesario para evitar que los gobernantes sigan actuando con impunidad, pues no podemos cerrar los ojos: su participación delictiva es un hecho.
