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Alejandro Canales Sánchez
Campus Milenio Núm. 344 [2009-11-05]
 

Ya sabemos que el porcentaje actual de jóvenes que está en las aulas universitarias es notable y escandalosamente escaso: alrededor de una cuarta parte del total del grupo de edad, en términos gruesos. Pero la matrícula en el posgrado, particularmente en el doctorado, es todavía más escasa. Obviamente, las autoridades educativas, los funcionarios universitarios, los legisladores (bueno, algunos) y los mismos jóvenes conocen de sobra las tendencias de los datos y las razones de esta situación.

Aunque el porcentaje de jóvenes con acceso a la educación superior casi se ha duplicado en las recientes dos décadas, la cifra sigue siendo sumamente baja y el avance en este terreno ha sido inercial y predecible. De hecho, esta administración solamente se planteó como meta alcanzar 30 por ciento de cobertura en este nivel al terminar su periodo. Un horizonte en el que acaso tres de cada diez jóvenes que tienen la edad para estudiar esté en la universidad, es poco promisorio para el país y terriblemente injusto para los propios excluidos, como lo ha señalado el mismo rector de la UNAM.

Definitivamente, ampliar las oportunidades educativas para los jóvenes es un reto que no se puede soslayar más, si es que de verdad se quiere mejorar el nivel de competitividad del país, sentar bases firmes de desarrollo nacional e incrementar de forma duradera el bienestar de la población.

No solamente hace falta el nivel de licenciatura. La meta de alcanzar la cobertura universal en educación básica le llevó a México casi todo el siglo anterior y ni siquiera lo ha logrado completamente, casi lo cumplió en la educación primaria, pero está el pendiente de completar los tres años de preescolar y universalizar la secundaria. Ni siquiera lo básico hemos resuelto como país.

Menos hemos podido resolver el acceso en los niveles educativos posteriores. Ya está por concluir la primera década del siglo XXI y la cobertura de educación media superior y superior avanzó gradualmente. La matrícula en el posgrado creció aceleradamente en las recientes dos décadas, pero partió de una base sumamente reducida.

En cifras redondas, en 1985 solamente había 40 mil estudiantes de posgrado en todo el país, de los cuales 14 mil correspondían a especialización (35 por ciento), 24 mil 200 a maestrías (61 por ciento) y únicamente mil 600 estudiantes a doctorado (4 por ciento). Hoy, la matrícula en el mismo nivel es de 185 mil estudiantes: 40 mil en especialización (21 por ciento), 127 mil 200 en maestría (69 por ciento) y 18 mil 500 en doctorado (10 por ciento).

Esto es, en el último cuarto de siglo la matrícula en el posgrado casi se quintuplicó (tomemos como referencia que en el mismo periodo la matrícula en licenciatura universitaria apenas se duplicó). Si advertimos las cifras por nivel de posgrado, el ritmo de crecimiento del doctorado es mayor, se multiplicó por un factor de 12 en el periodo, mientras que el de maestría lo hizo con uno de cinco y el de las especializaciones con uno de tres. Sin embargo, también vale la pena señalar que la línea base de la cual partió la matrícula del doctorado era muy elemental.

La distribución por áreas de conocimiento muestra que la mitad del total de la matrícula se concentra en dos áreas: ciencias sociales y administrativas, y educación y humanidades. La otra mitad se divide en: 20 por ciento en ciencias naturales y exactas, 19 por ciento en ingeniería y tecnología, 9 por ciento en salud y 4 por ciento en agropecuarias.

La matrícula en el doctorado, aunque ha crecido notablemente en las recientes décadas, sigue siendo reducida, tanto si consideramos la matrícula total de educación superior (2.4 millones), el tamaño de la población o el lugar de la economía del país.

Los datos son todavía peores si consideramos solamente los egresados del doctorado. El cálculo del Conacyt sobre el flujo de ingresos y egresos de una generación en este nivel (cuatro años) sitúa la eficiencia terminal en alrededor de 60 por ciento (Informe general del estado de la ciencia y la tecnología 2007: p. 32). Entonces, si se inscriben anualmente a primer ingreso poco más de 4 mil 500 estudiantes, los egresos son de alrededor de 2 mil 700 nuevos doctores. Una cifra realmente decepcionante.

No necesitamos un país o universidades con puros doctores —las iniciativas de las recientes dos décadas se han dirigido a tratar de incrementar los grados académicos del personal de las instituciones educativas y los resultados no están a la vista—, pero tampoco podemos prescindir de una política seria al respecto. Sin personal de alto nivel difícilmente lograremos impulsar el desarrollo nacional, dinamizar la economía y consolidar el sistema científico y tecnológico.

No obstante, los incentivos para cursar un doctorado son escasos, sumémosle la incertidumbre en el mercado del empleo para los nuevos doctores y, ahora, la probable falta de apoyo financiero para algunas áreas de conocimiento y para algunos programas. Podremos seguir demorando las decisiones en este terreno (total, nos falta lo elemental), pero el costo ya es muy elevado, y lo será más todavía.


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