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¿Y los jóvenes académicos?
Humberto Muñoz García
Campus Milenio Núm 401 [2011-02-10]
 

Este texto trata sobre la incorporación de nuevos profesores e investigadores a la vida académica. Comienzo por decir que quien termina de estudiar un doctorado en el extranjero, y quiere regresar a México, sabe que hay una entrada a la vida académica por el sistema de repatriación. Tal sistema ofrece una plaza de incorporación por un año, al final del cual la institución se compromete a integrar al nuevo profesor.

¡Sorpresa! La universidad X no lo acepta porque no puede comprometerse a abrir una plaza después del período de gracia. El gobierno federal tiene cerrada la llave y no se ven posibilidades de que en el área en la que va a trabajar, se desocupe alguna. Así que, “Sr. Doctor, aunque Ud. se fue a doctorar como parte de nuestro programa, lo sentimos mucho; le podemos ofrecer unas clases por hora, mientras se acomoda”.

Se trata de una experiencia reiterada tenida por becarios que estudiaron disciplinas científicas juzgadas importantes para el desarrollo del país, de becarios que egresaron de las mejores universidades del mundo. Personas que ante tal respuesta, tienen varias opciones por delante. Volver a la universidad donde obtuvieron el doctorado y trabajar como asistentes de su tutor, explorar el trabajo que sistemáticamente ofrece la Agencia Central de Inteligencia, entrar a dar clases por hora o ver sí alguna universidad privada se interesa en sus servicios.

Después de un año de dar vueltas, finalmente, el recién doctorado consigue un tiempo completo, como interino. Se tardan un semestre en pagarle el primer sueldo. Desde su arribo, no le ha quedado de otra que gozar del sustento que le da la familia. El sueldo que se le asigna es seis veces inferior al que gana un profesor del más alto nivel. Con lo cual, el doctor se queda en la tesitura de prolongar la estancia en el hogar paterno y retrazar la formación familiar. Eso sí, de inmediato le demandan que publique lo más rápido posible, en buenas revistas y en inglés.

Los nuevos académicos que consiguen entrar a las universidades laboran con mucha dedicación, terminan su primer escrito, a pesar de dar muchas clases en la licenciatura. En el posgrado no pueden enseñar hasta que no hayan ingresado al SNI. El primer año, ya en una institución académica, es muy pesado, pero haber conseguido entrar se considera buena suerte. Otros talentos se perdieron en la búsqueda.

El nuevo profesor-investigador no entiende bien a bien cuáles son los mecanismos institucionales para integrar a los recién llegados, para que conozcan y se relacionen con el resto de académicos. Difícil que le hagan caso a iniciativas e innovaciones al trabajo, sin vida colegiada, en un medio donde priva el individualismo y la falta de tiempo.

La incorporación de nuevos académicos no es, entonces, sólo un problema de plazas, sino también de organización, dirección académica, socialización y recursos económicos. De enfrentar paradojas como la exigencia de publicar y no contar con financiamiento para la investigación. Los jóvenes académicos, además de sus labores, tienen que conseguir y administrar sus fondos.

Desde el inicio de la carrera académica, el joven profesor se da cuenta que para permanecer en su trabajo tiene que ser evaluado por varios órganos colegiados internos y un par más externos, fuera de la Facultad y fuera de la Universidad. Que para cada proceso evaluatorio algún funcionario ha diseñado un instrumento en su oficina, que cada instrumento de evaluación requiere distintas cosas y que en muchos casos, de un instrumento a otro, las demandas son contradictorias. Por ejemplo, la institución puede exigir publicar los trabajos de sus académicos, mientras que en las evaluaciones externas eso se considera endogamia.

Quienes han diseñado los instrumentos de evaluación inventaron verdaderos galimatías, que modifican con absoluta impunidad, sin que nadie sepa ni cuando ni por qué. Los instrumentos propician la dispersión, dan puntos por todo. Y si no se hace de todo no se consiguen los puntajes, no se llenan los indicadores. Hay que dispersarse para estar en la competencia. También, hay que conseguir a alguien que publique lo que se escribe.

Y todo, absolutamente todo lo que se haga, tiene que ser comprobado con papeles, que ningún comité en su sano juicio tiene condiciones o posibilidades de revisar. Así, los dictámenes no obedecen a un análisis de las metodologías que se usan para investigar; frecuentemente es un simple conteo de los productos de investigación, por aquello de la productividad. Los dictámenes no dan razones académicas de fondo, en muchas ocasiones, son frases lapidarias absolutorias o condenatorias, hechas o codificadas por académicos que, en el uso de su poder como dictaminador, actúan como verdugos de sus colegas. Al nuevo académico no le queda más que iniciar la lucha por los puntos, entrar a la cultura de la simulación.

Una conclusión es que los jóvenes académicos están mal incorporados, mal pagados y viven, como todos los demás académicos del país, en una permanente incertidumbre, con estrés y con un carácter corroído. No son un buen ejemplo, un estímulo para que otros jóvenes tengan deseos de seguir la vida académica. El asunto es grave. Este modo de funcionar lleva al decaimiento institucional.


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