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Las universidades en el siglo XXI: el porvenir de una ilusión
Armando Alcántara Santuario
Campus Milenio Núm 200, pp.26 [2006-11-09]
 

La institución universitaria, surgida en la Europa a fines del periodo medieval, ha recorrido un camino de transformaciones durante su larga historia: pasó de ser una institución extremadamente elitista en sus orígenes, a convertirse en un establecimiento de masas en nuestros días. Ha atravesado también por varias etapas institucionales, siendo primero la depositaria, reproductora o garante de la fe, y después el hogar de la ciencia moderna donde se combinaron la investigación, la docencia y el servicio. La última de éstas etapas dio inicio en 1809 con la Universidad de Berlín, aunque tuvo su mayor desarrollo en los Estados Unidos con las llamadas "universidades de investigación o research universities" . La presencia de la universidad en la América Latina hispano parlante se remonta hasta mediados del siglo XVI, cuando el modelo de Salamanca y Alcalá fue trasladado por los colonizadores españoles al Nuevo Mundo. En nuestro país, la universidad moderna comenzó sus operaciones apenas unas pocas semanas antes del estallido de la Revolución Mexicana.

Hasta los años sesenta, el crecimiento de la institución universitaria en México fue moderado. La explosión de la matrícula comenzó en los años setenta, provocada por el aumento poblacional y el crecimiento del sistema educativo. A nivel internacional coincidió con el aumento observado en todo el mundo, ya que, de acuerdo con datos de la UNESCO, de 1970 a 1990 la población estudiantil en las universidades pasó de 28 a 69 millones. En 2002, la matrícula llega a los 122 millones de estudiantes, y se espera que en el año 2025 alcance los 150 millones. En consecuencia, las universidades del siglo XXI tienen como una de sus características principales, el ser instituciones de masas. El reto aquí es cómo combinar calidad con cantidad.

Asimismo, las tasas de crecimiento de la cobertura muestran diferencias importantes entre los países más avanzados y los que están en vías de desarrollo. En 2002, dicho indicador llegó al 59 por ciento en Europa y 55 por ciento en América del Norte, siendo del 29 por ciento en América Latina. En México sólo uno de cada cinco jóvenes del grupo de 20 a 24 años asiste a alguna institución de enseñanza superior, pues la tasa de cobertura rebasa apenas el 20 por ciento del grupo de edad. De modo que uno de los retos para el país será aumentar de manera considerable los niveles de cobertura, llegándose cuando menos al 30 por ciento al terminar esta década. Ha de recordarse que el comportamiento demográfico de la población para los próximos 10 o 15 años indica que la población en edad de asistir a la universidad tendrá un crecimiento significativo, con respecto a los otros grupos.

Hay que precisar también que el crecimiento de la cobertura tendrá que ser más equitativo de lo que ha sido hasta ahora. El porcentaje de cobertura antes mencionado corresponde al promedio nacional, pero todavía se observan grandes disparidades entre las distintas entidades federativas. Tenemos así, niveles considerablemente altos en las entidades y ciudades de mayor desarrollo en el centro y norte del país, y un panorama muy distinto en entidades con mayores índices de pobreza y bajo desarrollo social. Se deberá incorporar también al nivel superior a grupos que hasta hoy han sido excluidos o tienen poca representatividad, como los que viven en localidades indígenas, rurales y urbanas pobres.

Además del desafío de la cobertura, la educación superior mexicana del siglo XXI se enfrenta con problemas de financiamiento. Desde la crisis de los 70, los presupuestos para la enseñanza superior han sido insuficientes, ya que el ritmo de crecimiento de la población estudiantil no ha sido acompañado por un aumento constante de los recursos necesarios, para que los procesos de enseñanza y aprendizaje se lleven a cabo en las mejores condiciones. En este terreno también ha habido disparidades, ya que algunas universidades públicas han venido arrastrando pesados déficits en sus finanzas por varias décadas. En este sentido, las universidades mexicanas del siglo XXI tendrán el enorme reto de lograr y mantener finanzas sanas que les permitan lograr sus objetivos académicos. El gobierno federal continúa teniendo la responsabilidad ineludible de proveer, en tiempo y forma, los suficientes recursos económicos para las instituciones públicas.

El asunto del financiamiento también representa para los establecimientos públicos un desafío muy importante, sobre todo ahora que algunos programas para el otorgamiento de recursos adicionales están siendo asociados a la competencia institucional. La creciente direccionalidad en el gasto operativo y de inversión establecido desde la Subsecretaría de Educación Superior, a través de las distintas etapas del Programa Integral para el Fortalecimiento Institucional (PIFI), ha acotado de manera importante los márgenes de autonomía de las universidades públicas. Al no contar la mayoría de las universidades con recursos más allá de los necesarios para el pago de las nóminas y los gastos de operación, han tenido que seguir los lineamientos marcados por las autoridades federales. En consecuencia, es poco lo que han podido hacer de manera autónoma. Además de eso, los mecanismos de transparencia y de rendición de cuentas, limitaron más aún su capacidad autogestionaria. De modo que el reto en estos asuntos es el recobrar el principio de autonomía, no sólo en las dimensiones académicas y de gobernabilidad, sino también en el terreno financiero.

La universidad mexicana del siglo XXI también tiene que revisar a fondo sus contenidos y la forma de organizarlos y transmitirlos. Uno de los grandes desafíos es el brindar a los estudiantes los conocimientos y las habilidades necesarias para poder insertarse en el mercado laboral o para proseguir estudios de posgrado. El desarrollo de curricula flexibles es un paso importante, que deberá permitir un tránsito horizontal que trascienda la rigidez de los modelos organizativos basados en facultades y escuelas aisladas y autosuficientes. La necesidad de interdisplinariedad precisa romper los paradigmas del modelo napoleónico. El uso de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, sin menoscabo del papel esencial del profesor como guía del proceso enseñanza y aprendizaje, deberá promover el desarrollo pleno de las capacidades y potencialidades intelectuales de los estudiantes, evitando su alienación. Otro reto ineludible, en el que mucho se ha insistido pero poco se ha avanzado, es el de la comunicación de la educación superior con los niveles previos del sistema escolar. Sin descuidar el desarrollo del posgrado, base para el desarrollo científico y tecnológico, se deberá procurar de manera efectiva la articulación de los diferentes niveles educativos para crear un auténtico sistema articulado y no un mero conglomerado de instituciones.

Así pues, además de su responsabilidad social, en el transcurso del siglo XXI las universidades mexicanas tendrán que elegir entre la ilusión que significa aspirar a mejorar o la de ser una falsa percepción de la realidad.


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