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Universidad y empleo
Roberto Rodríguez Gómez
Campus Milenio Núm 43 [2003-07-31]
 

Esta semana el tema del desempleo ha centrado la atención pública. No es para menos; la tasa de desempleo abierto urbano (3.17 por ciento según el INEGI) alcanzó en junio su nivel más alto desde febrero de 1999, es decir el mayor en lo que va de la administración del presidente Fox. Aunque la estadística de “desempleo abierto” es una aproximación apenas indirecta de la falta de empleos en México, muestra que la promesa gubernamental de fomentar la creación de más y mejores oportunidades de trabajo simplemente no se está cumpliendo. Quienes más sufren esta carencia son, en términos cuantitativos y también culturales, los jóvenes en busca de ocupación, entre ellos los recién egresados de programas universitarios.

Contra la visión del sentido común, entre las personas con más alta escolaridad es mayor la proporción de desocupados. Según datos de la Encuesta Nacional de Empleo 2002, publicada por el INEGI este año, la proporción de desocupados abiertos con escolaridad media superior o superior es prácticamente el triple que la de desocupados con estudios de primaria. Otros indicadores apuntan en esa misma dirección. Por ejemplo, los estudios sobre la actividad laboral de los egresados de la UNAM muestran que apenas la mitad de los egresados consigue un trabajo permanente en el primer año de búsqueda. Otro ejemplo; según datos del CENEVAL, basados en la encuesta asociada al Examen General de Licenciatura (EGEL), encima del 40 por ciento de los egresados que presentaron dicho examen (aproximadamente treinta mil egresados), se encontraba en situación de desempleo. De los que sí trabajaban, una tercera parte lo hacía en actividades distintas a su perfil profesional (véase Campus Milenio, núm. 41).

Los universitarios comparten la incertidumbre laboral con el resto de los jóvenes. Según la Encuesta Nacional de Juventud 2000, publicada por el Instituto Nacional de la Juventud el año pasado, sólo 29.3 por ciento de los jóvenes que trabajan cuentan con un contrato; de ellos, sólo 38.8 por ciento posee estabilidad laboral, pues el resto son contratos por obra determinada, eventuales o confianza. Adicionalmente 37 por ciento no tiene ninguna prestación social y 47.3 por ciento su única “prestación” es el salario base (pág. 52).

A la luz de datos como los citados, es evidente que México, como país, está desaprovechando el más valioso de sus recursos: la capacidad de su población joven para impulsar la economía nacional. Esto tiene un lado muy paradójico: México gasta en educación pública la mayor parte del presupuesto nacional y carece de estructuras para facilitar la inserción productiva de los jóvenes que ha formado. Para las instituciones educativas, en especial las de educación superior, este problema no debiera pasar inadvertido porque su magnitud e importancia son mayúsculas.

No basta con decir que las universidades están perdiendo relevancia como promotoras de movilidad social; tampoco es suficiente recordar que la función de las universidades se limita a entregar a la sociedad jóvenes bien preparados, mientras que cumplir sus expectativas laborales es, en todo caso, una posibilidad de mercado. Mucho menos son satisfactorios los argumentos de ingeniería social que aconsejan limitar el cupo en las universidades so capa de evitar frustraciones ¿Acaso un menor número de profesionales resolvería los problemas de ocupación del segmento de jóvenes en edad de incorporarse a la fuerza laboral?

Hay varias cosas que las universidades públicas pueden hacer para mejorar el panorama. En primer lugar, revisar el currículum de las licenciaturas con el propósito de consolidar y hacer visible el componente profesional de cada disciplina. Un modelo pertinente a este propósito es el de la formación basada en compentecias profesionales, aunque hay otras opciones. En segundo lugar, las universidades debieran formalizar relaciones con la empresa y el sector público, de manera que las actividades de vinculación estén principalmente asociadas al empleo de egresados. Hasta el momento la vinculación se ha visto, principalmente, como una posibilidad para que las universidades consigan recursos extraordinarios, pero es éste un objetivo muy limitado frente a la oportunidad de gestar relaciones que faciliten el acceso de los egresados a un puesto de trabajo.

Otro conjunto de acciones tiene que ver con un mejor aprovechamiento del servicio social de los universitarios, con el propósito de hacer de este mecanismo legal un canal laboral más efectivo. También es posible y necesario incluir en el currículum de las profesiones la figura de “estancias” en distintos ámbitos de trabajo, tanto del sector privado como del público. En fin, se trata de buscar con seriedad e intensidad opciones de colocación de egresados, más allá de las consabidas bolsas de trabajo y ferias de empleo. Si las universidades consiguen mejorar la empleabilidad de sus profesionistas, estarán en óptimas condiciones para revitalizar sus compromisos con la sociedad, en particular con los jóvenes que aspiran, con toda ilusión, a contar con un título universitario.


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