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Los jóvenes desconfían de la escuela
María Herlinda Suárez Zozaya
Campus Milenio Núm 50 [2003-09-25]
 

En la actualidad, los jóvenes mexicanos no tienen confianza en su sociedad. Esta afirmación se sustenta en la información de la Encuesta Nacional de Juventud, levantada en el año 2000, que muestra que, de un conjunto de diez instituciones presentadas a los jóvenes para que consignaran su confianza en cada una de ellas, ninguna obtuvo una frecuencia igual o mayor al 40 por ciento.

La familia e Iglesia resultaron ser las más confiables, con 33 por ciento y 23 por ciento respectivamente: el gobierno y los medios de comunicación obtuvieron 6.3 por ciento y 6.1 por ciento, cada uno de ellos. A la escuela le correspondió 21 por ciento y al Congreso solamente uno por ciento. Sin duda, estos resultados son penosos y preocupantes en un país que ha anunciado al mundo su voluntad de hacer cambios basados en una gestión participativa.

La falta de confianza de los jóvenes mexicanos en las instituciones, y particularmente en la escuela, puede interpretarse como indicador de que en el país opera, ya sin restricciones, lo que se ha dado en llamar “sociedad del riesgo” (U. Beck, 1992). En este tipo de sociedad, los individuos viven con incertidumbre, preocupados por la amenaza del fracaso y de la ocurrencia de una catástrofe. Dadas las condiciones económicas actuales en el mundo y concretamente en México, en el imaginario colectivo el fracaso más temido es el desempleo y la catástrofe anunciada en el avance de la pobreza.

En efecto, según datos de la encuesta mencionada, la pobreza y el desempleo constituyen los dos problemas que más preocupan a los jóvenes mexicanos, los cuales no parecen creer que las instituciones del país, incluida la escuela, tengan voluntad, capacidades y recursos para remediar estos problemas.

Sin duda, la desconfianza en la escuela que tienen los jóvenes del país no carece de fundamento. Las promesas que actualmente hace esta institución en cuanto a incremento en las oportunidades económicas, las ofrece promoviendo la idea de un futuro en el cual la utilidad principal de la educación es la de brindar elementos para competir en un mundo marcado por el avance de la pobreza y donde el mercado de trabajo se presenta cada vez más elitista y ofrece empleos que, en su mayoría, son precarios. Así, de la misma escuela emana la fuerza de construcción de un futuro “previsible” en el cual hombre y mujeres desean y están a punto de evolucionar en esa especie animal de la que, desde Darwin, imaginan que proceden.

Ya hace más de treinta años, Ivan Illich presentó a la escuela como el principal enemigo de la educación. Respondiendo a la pregunta que da nombre a su libro “En América Latina, ¿para qué sirve la escuela?”, escribió:

“La escuela es un rito iniciatorio que introduce al neófito a la carrera sagrada del consumo progresivo”. Ahora ya no queda lugar para no prestar oídos a las advertencias de Illich: al provenir las amenazas de pobreza de la propia escuela se ha sacrificado la capacidad liberadora de la educación, situándola de lleno en el terreno de las necesidades y el consumo.

Según Hannah Arendt, ser pobre significa estar sometido a la necesidad, no tener libertad. La oposición entre libertad y necesidad coincide con la distinción entre lo público y lo privado, lo que a su vez significa transitar de una vida donde las relaciones con los otros se dan en el plano de los proyectos comunes y de la política, a una existencia basada en la separación de los demás, tratando de realizar la propia vida. Desde esta perspectiva, la actual tendencia hacia la privatización de la educación se corresponde con la supuesta necesidad de que el cuerpo y la mente se concentren en competir para mantenerse vivos.

Es un proceso de aislamiento de lo común y de apartar al hombre de su capacidad de cambiarse a sí mismo y al mundo, a través de la reflexión y de la acción política. En estas circunstancias, el mundo se deshumaniza, se incrementa la violencia y el cobijo y la seguridad se buscan en los ámbitos “prepolíticos” de lo sagrado y del mundo doméstico. ¿Será por esto que en la encuesta los jóvenes expresaron tener mayor confianza en la Iglesia y la familia?

La privatización de la educación en un país amenazado por la pobreza representa un acto de violencia estructural; es una manera de encontrar resortes de adhesión al proceso de construcción de un mundo darwinista de lucha de todos contra todos, en todos los niveles de la jerarquía.

Por eso los jóvenes desconfían de la escuela, la cual al dar apoyo a este proyecto niega su propia esencia. Que quede claro: los jóvenes desconfían de la institución educativa, no de la educación. Según los datos de la encuesta, quienes han salido de la escuela quieren seguir estudiando y no precisamente por razones laborales. La mayoría lo que busca es aprender más y tener calidad de vida. ¿Qué más prueba podemos tener del sentido humanista que otorga la juventud a la educación?

El momento parece propicio para dialogar con los jóvenes acerca de la educación que debe darles la escuela par satisfacer su justo deseo de ser sujetos capaces de superar las contradicciones y penurias del mundo actual. Los que tenemos confianza en la educación no debemos aceptar que la escuela la secuestre y de la espalda a los anhelos de libertad de los jóvenes.


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