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La vitalidad de los académicos
Roberto Rodríguez Gómez
Campus Milenio Núm 59 [2003-11-27]
 

La gradual maduración de la planta académica de las universidades es un fenómeno que recorre el mundo. En Estados Unidos, en donde el número de profesores e investigadores universitarios supera al de cualquier otro país, se estima que más de la mitad de los académicos de tiempo completo superada la cincuentena, y que una proporción superior a veinte por ciento promedia los sesenta años de edad. En Europa, algunos de los países con cuerpos académicos de mayor edad son Suecia e Italia, en los cuales el grupo de edad mayor de 50 años representa aproximadamente la mitad del conjunto, y en el resto el segmento superior a los 45 años cubre la mayor parte de la distribución por edades. Si se toma en cuenta que dichos datos se refieren a todo el cuerpo académico, es decir profesores de asignatura o tiempo completo e investigadores de tiempo parcial o completo, es fácil suponer que el subgrupo de académicos dedicados exclusivamente a la docencia e investigación tenga el perfil de una planta académica francamente madura (OCDE, Education at a Glance, 2003).

En México la situación es similar, aunque varía notablemente entre las instituciones del sistema. En la UNAM, el promedio de edad de los profesores e investigadores de tiempo completo ronda los cincuenta años, condición que se repite en instituciones como la UAM o el IPN. En las universidades de los Estados, la existencia de diferentes condiciones para el retiro ha significado que, en algunas de ellas, ocurra una pauta de movilidad acentuada, principalmente a través de la jubilación temprana de académicos de tiempo completo. Esta última condición ha permitido en algunos casos una más rápida renovación del plantel pero, como se sabe, también ha repercutido negativamente sobre las condiciones de viabilidad financiera en aquellas universidades que han implantado sistemas de jubilación con límites de edad cortos y mediante la oferta de retribuciones dinámicas para quienes se retiran.

La discusión sobre las implicaciones de este fenómeno se concentra principalmente en dos aspectos. El primero es evidente y se refiere a la necesidad de mecanismos que permitan, al mismo tiempo, el retiro digno de los académicos en condiciones de jubilación y la renovación intergeneracional del cuerpo académico de las instituciones. El segundo, destaca la necesidad de reflexionar acerca de los retos académicos y laborales que supone contar con una planta académica madura. El debate contemporáneo en torno a este problema se pregunta si conviene perseverar en el esquema de política que implica condiciones y requisitos similares para la promoción académica del plantel joven y el maduro.

La pregunta no es ociosa. La reformas de la educación superior de la década noventa tuvieron una particular concentración sobre el establecimiento de procedimientos para asegurar, en primer lugar, que el plantel académico de tiempo completo contara con posgrado, que se combinaran en forma más adecuada las tareas de investigación y docencia, y se institucionalizaran formas de aseguramiento de calidad a través de la evaluación regular de los programas institucionales y la productividad del cuerpo académico. Uno de los ejes sobresalientes en estas reformas fue la implantación de programas de estímulo diferenciado a la carrera académica, básicamente a mayor productividad mayores ingresos personales y mejores condiciones laborales.

Ahora bien, como algunos especialistas lo reconocen, la simultaneidad de los procesos de cambio universitario –el intento de renovación de las misiones y estructuras de organización de las instituciones en un contexto de maduración de la planta académica- confronta una importante tensión práctica. Esta tensión implica el reto de diseñar esquemas para afirmar la vitalidad académica del segmento maduro de profesores e investigadores. Este concepto ha sido desarrollado, ente otros, por los sociólogos S. M. Clark y M. Corcoran en los ochenta y A. Collins y M. J. Filkenstein en los noventa. En la Enciclopedia de la Educación Superior editada por Burton Clark y Guy Neave (Oxford, 1992), se encuentra un artículo titulado “Faculty Vitality”, con una síntesis de las definiciones y estudios sobre el tema hasta principios de los noventa, y en el reporte The Vitality of Senior Faculty Members, editado por ERIC y la George Washington University (1998), Carole Bland y William Bergquist presentan una excelente síntesis del debate en los años recientes que los lleva a concluir que en la cultura académica prevaleciente hay un desaliento “sutil pero efectivo” de las condiciones bajo las cuales el cuerpo académico maduro puede ser tan productivo como el más joven.

Los autores refieren al respecto una serie de condiciones que obstaculizan la vitalidad académica de los mayores, entre los que destacan: un estilo de dirección que se niega a incorporar en el gobierno a los académicos más jóvenes, provocando con ello que los cuadros más capacitados se dediquen a actividades de gestión y abandonen su participación en la vida académica regular; la falta de programas de actualización y renovación académica dedicados a la planta consolidada; y la ignorancia de que en distintas etapas de la vida personal las posibilidades y capacidades de producción intelectual son diferentes. Asimismo, recomiendan desarrollar programas con enfoque proactivo y preventivo que tomen en cuenta las necesidades y condiciones específicas del grupo de edad maduro para alentar su efectivo involucramiento en la renovación de la educación superior.

En el curso de la presente década nuestras principales instituciones de educación superior entrarán de lleno en una etapa en que la atención a este problema se volverá crítica. Si la única preocupación, desde las políticas públicas, se concentra en las condiciones de retiro del personal académico, y se actúa como si el personal académico estuviera formado sólo por jóvenes de nuevo ingreso, se correrán riesgos de frustración por mal cálculo. En cambio, si desde hoy se comienza a experimentar con esquemas diferenciados de estímulo y exigencia es posible que arribemos a una fase en que la consolidación académica que todos deseamos sea obra de la integración de experiencia y juventud.


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