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El valor de la eficiencia
Roberto Rodríguez Gómez
Campus Milenio Núm 61 [2003-12-11]
 

Si el propósito central de las políticas públicas sobre el sector universitario es la mejora de la calidad académica, entonces todo el repertorio de programas gubernamentales debiera estar claramente orientado a su consecución y ofrecer una respuesta concisa a la pregunta: ¿en qué medida tal o cual iniciativa o criterio contribuye a mejorar las prácticas de enseñanza, investigación y difusión de la cultura que las universidades públicas llevan a cabo?

Independientemente de la definición de calidad que se tome en cuenta, pareciera existir una relación funcional entre los conceptos de eficiencia, productividad y resultados, donde a mayor eficiencia, mayor productividad y mejores resultados. Desde una visión economicista, la eficiencia se suele identificar con una relación particular entre costos, tiempos y efectividad, que implica conseguir un mayor número de unidades de producto en menor tiempo y a menor costo, gracias al uso de innovaciones tecnológicas o de organización. En educación, esta visión se traduce en la ilusoria posibilidad de conseguir, por ejemplo, un mayor número de egresados, con buenas condiciones de formación, en un contexto de disminución relativa de los recursos que se otorgan a las instituciones. Más aún, el lugar que cumple en el sistema productivo la función gerencial se suele asignar, en el sector educativo, a las tareas de planeación, supervisión y gestión.

Desde luego, las críticas a la perspectiva gerencialista en el ámbito educativo no se han hecho esperar. Una muy interesante fue elaborada por Inés Aguerredondo, conocida especialista del campo educativo y anterior subsecretaria de programación educativa de Argentina. En su trabajo La calidad de la educación: ejes para su definición y evaluación, la autora hace notar, a propósito del tema, que “un sistema educativo eficiente no será aquél que tengo menos costo por alumno, sino aquél que, optimizando los medios de que dispone sea capaz de brindar educación de calidad para todos” (OEI, 2001).

En educación superior “optimizar los recursos” quiere decir, principalmente, establecer condiciones de organización para que las personas que cumplen funciones sustantivas en las instituciones puedan hacerlo en forma óptima, esto es dedicando la mayor parte de su tiempo laboral a investigar, enseñar o extender el conocimiento y la cultura. Pero, curiosamente, la nueva “cultura” organizacional en las universidades tiende precisamente a lo contrario, a ocupar un número creciente y muy significativo de los recursos académicos en tareas de supervisión, evaluación y planeación,

¿Puede considerarse eficiente un sistema que ocupa a sus mejores cuadros académicos en administrarlo y gestionarlo? ¿Es eficiente comprometer a la planta académica más experimentada y capacitada en actividades rutinarias de planeación y supervisión? Podrá ser más equitativo o, como ahora se dice, más participativo, pero eficiente no es. La tendencia a hipertrofiar las funciones de control (planeación y evaluación) del sistema ha provocado, como un efecto no esperado y paradójico del método, que los mejores profesores e investigadores deban compartir su tiempo académico con múltiples actividades de gestión hasta llegar a un esquema en que las instituciones mantienen su formato vertical en la toma de decisiones fundamentales, pero diseminan las responsabilidades de control en la planta académica lo cual, conviene reiterar, no es eficiente.

Una cosa es que los académicos dispongan de canales de interlocución y participen en el diseño de innovaciones académicas, en las reglas de evaluación del trabajo académico, y aún en las formas de distribución de estímulos y recompensas. Otra, muy diferente, es que la administración rutinaria del complejo esquema de evaluación que se ha planteado quede en manos de los académicos para evitar a la autoridad el costo político inherente a la implementación de reformas o esquemas de distribución de recursos escasos. Lo primero es indispensable para legitimar los cambios que se proponen, mientras que lo segundo implica un modelo seudo-democrático de distribución de responsabilidades que soslaya el valor real del trabajo académico ¿Si, más allá de la retórica, se cree que el trabajo de investigación y docencia es indispensable, tiene entonces sentido ocupar grandes unidades de tiempo y dedicación al desempeño de roles administrativos? No lo parece.

El propio modelo de organización de las instituciones se ve seriamente afectado por lo que hemos denominado hipertrofia de las funciones de control. Además de los cuerpos de autoridad colegiada que en cada universidad existen, se han desarrollado otras instancias, también de composición colectiva, para desempeñar tareas de evaluación, planeación y diseño de innovaciones. Tales estructuras no se suplen ni complementan, comparten el mismo espacio y a menudo se atropellan. Es muy frecuente el caso en que, digamos, un dictamen de evaluación o una iniciativa de reforma tienen que pasar por sucesivas capas del esquema de organización antes de ser finalmente aprobado. Como todo mundo sabe, la burocratización de los procedimientos es síntoma de ineficiencia y no lo contrario.

Lo peor del caso es la falta de perspectiva sobre el costo de la ineficiencia o, lo que es lo mismo, la carencia de una apreciación sobre el valor académico de la eficiencia. Aparentemente estos costos son invisibles, porque no se juzga el valor perdido al traslapar las funciones académicas y las de control. Son costos que, en todo caso, pagan los estudiantes cuando no tienen frente a sí a los mejores profesores de la institución, ya que ellos están ocupados en evaluar a otros colegas, o que resiente la actividad de investigación cuando, durante extensos periodos de tiempo, los académicos se ocupan de informar, llenar formularios y solicitudes, y participar en cuerpos de dictamen.


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