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¿Qué celebrar en los 90 años de la SEP?
Armando Alcántara Santuario
Campus Milenio Núm 435, pp.11 [2011-10-13]
 

El pasado 3 de octubre se conmemoraron los primeros 90 años de la creación de la Secretaría de Educación Pública (SEP). Como se sabe, el primer secretario, José Vasconcelos, había ocupado antes la Rectoría de la Universidad Nacional —aunque algunos historiadores consideran que como la universidad todavía no era autónoma, se trataba más bien de la Jefatura del Departamento Universitario—.

En aquellos años, la fundación de esa secretaría planteaba el reto de dar educación a un pueblo con enormes carencias y, para muchos, se veía como una empresa inalcanzable. Sólo la energía, el talento y la visión redentora de Vasconcelos y sus colaboradores (entre ellos Jaime Torres Bodet, Pedro Henríquez Ureña y Antonio Caso) hacían ver que era posible alcanzar tan ambiciosa meta.

Una efeméride tan importante es una ocasión propicia para hacer un balance crítico de los logros y carencias de nuestra educación pública, a una década de que el organismo se convierta en centenario.

Los altos funcionarios de la SEP ya han hecho los acostumbrados discursos grandilocuentes, ensalzando lo que, a su juicio, son las aportaciones más relevantes de su gestión y soslayando la gravedad del estado de postración que se observa en nuestro sistema educativo.

Debe reconocerse, por supuesto, que la delicada situación en que se encuentra dicho sistema responde a una compleja combinación de elementos de índole política, social, económica, cultural e histórica, entre otros. El difícil panorama actual está compuesto, en consecuencia, por logros y carencias que merecen ser ponderados.

Por la parte de los primeros, se tiene un sistema educativo al que asisten alrededor de 33 millones de estudiantes, los cuales son atendidos por casi un millón 800 mil maestros y profesores, en más de 242 mil escuelas. El conjunto de alumnos, profesores y administrativos constituye casi un tercio de la población total del país.

Para la educación básica, los alumnos cuentan desde hace varias décadas con los libros de texto gratuitos, apoyo que existe en muy pocas naciones del mundo. Importa señalar que el sistema en cuestión se construyó sobre una base endeble, dado que al comenzar la segunda década del siglo 20 eran poquísimos quienes en un México fundamentalmente rural tenían algún tipo de instrucción.

Sin embargo, por grande que sea el conjunto de realizaciones, éste se ve opacado por la persistencia de enormes rezagos: según información del Censo General de Población y Vivienda 2010, el número de analfabetas supera los cinco millones de habitantes y el número de personas mayores de 15 años con rezago educativo es de casi 32 millones, cifra semejante a quienes asisten a la escuela.

Además, los niveles de formación de los profesores siguen presentando carencias importantes. En el tipo medio superior, por ejemplo, 40 por ciento no ha obtenido su título profesional. También es conocido el hecho que más de siete millones de jóvenes entre 15 y 29 años no asisten a la escuela ni realizan una actividad productiva.

Más aun, la formación que reciben los alumnos de bachillerato en lectura, matemáticas y ciencias es deficiente, lo cual se refleja en los bajos resultados de las evaluaciones nacionales (ENLACE) e internacionales (PISA).

Para algunos, el hecho de que contemos con destacados hombres y mujeres en las letras y la ciencia, constituye un hecho excepcional en un país con enormes desigualdades en materia educativa y cultural. Asimismo, hay quienes adjudican al deficiente estado de nuestra educación a la degradación que en la actualidad se observa en la sociedad mexicana.

A principios del año pasado, el director del Instituto Nacional para la Educación de los Adultos (INEA) declaró que el rezago educativo del país se debía a nuestra “herencia histórica” y a la “resistencia cultural” (La Jornada, 21/01/2010).

Si bien algunos historiadores han planteado la fuerte influencia que para explicar el atraso en materia educativa y cultural representó la posición dogmática de la Iglesia católica en México —y en el resto de América Latina— durante la época colonial, así como la inestabilidad política por la que atravesó nuestro país durante y después de las luchas por la Independencia y la Revolución, también hay que mencionar que los esfuerzos y políticas seguidas por los distintos regímenes que han gobernado al país no han sido lo suficientemente consistentes y eficaces para terminar con las carencias e insuficiencias en materia de educación.

Hay que reconocer, también, la falta de un esfuerzo sostenido en el que participe toda la sociedad con el fin de que la cultura y la educación formen una parte imprescindible de la vida cotidiana.

La problemática educativa seguramente formará parte de las plataformas programáticas de los partidos y candidatos que luchen por la Presidencia del país en los próximos meses. Será tarea de nosotros, ciudadanos y profesionales de la educación, demandar que la retórica —y más aun, la demagogia— no oculten la pertinencia y validez de las propuestas y que, una vez electos, se exija a los gobernantes el cumplimiento de los compromisos en la materia.


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