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Una década de confusión en la academia. ¿Evaluar o descalificar?
María Herlinda Suárez Zozaya
Campus Milenio Núm. 280 [2012-09-28]
 

La primera década del siglo XXI fue para la mayoría de los habitantes de la tierra un cambio de mundo. Los sucesos del 11 de septiembre de 2001, que tuvieron lugar en los Estados Unidos, marcaron formalmente la entrada a la Sociedad del Riesgo, cuya existencia había sido anunciada por Ulrich Beck desde finales de la década de los años ochentas. En el marco de la instalación de esta nueva sociedad, el sistema capitalista desplegó nuevas estrategias de dominación en cuya base se encuentran la pauperización de la condición de vida de la mayor parte de los habitantes del globo y la pérdida de las conquistas sociales. Las instituciones sociales cayeron en crisis y se instaló la supremacía completa del capital en la sociedad, afectando la educación, el trabajo, la salud, los derechos, la cultura, etc. Con diferentes intensidades en los distintos países, la primera década del siglo que actualmente corre estuvo marcada por la degradación de la condición humana y el deterioro de los referentes, protecciones y solidaridades colectivos.

En la sociedad mexicana no sólo se instaló el riesgo sino el peligro. En el país, el riesgo se sembró junto con sentimientos de impotencia y la práctica de la impunidad. Como resultado de estos cultivos la cosecha que se está obteniendo es miedo; miedo a formar parte de los excluidos. Hoy, hasta en el más lejano poblado, independientemente del sector de que se trate, entre los mexicanos hay sentimientos de peligro. Estos sentimientos están en relación con la proliferación del crimen organizado y de la violencia, pero sobre todo y cotidianamente están vinculados con la alta probabilidad que existe de perder las posibilidades de un futuro digno.

Con la llegada de la Sociedad del Riesgo, a las formas tradicionales de exclusión y marginación, que en México ya de por sí eran poderosas, se les sumó la práctica de la descalificación “merecida” por no poder (o querer) seguir los modelos o pautas impuestas por los designios globales. Desde la década de 1990, en el país, se ha venido librando una lucha más o menos abierta entre quienes detentan el poder y la voluntad de instalar de lleno el riesgo y quienes se resisten a ello. Ahora, más de veinte años después, la lucha continúa y, aunque legal y formalmente no se han instalado, ya operan con libertad todos los mecanismos que desvinculan a los mexicanos de los valores del pasado y que les están exigiendo la redefinición de sus tiempos, espacios, anhelos y compromisos de acuerdo con los imperativos del trabajo flexible, el pensamiento único y la instauración de la competencia como valor fundamental de la relación social. Es de esperar que, si no sucede otra cosa, pronto el riesgo forme parte del pacto social entre los mexicanos.

En el terreno de la educación el riesgo y por ende el peligro de exclusión se han sembrado, principalmente, a través de la instalación y operación de mecanismos de evaluación. Las propuestas de reforma que desligan al Estado de la responsabilidad directa de la asignación de recursos y prestación de los servicios educativos, y que establecen su intervención a través de mecanismos de evaluación para garantizar el control del sistema, ya se encuentran operando en ese sentido. El modelo es el de un Estado evaluador que conduce el sistema educativo asegurándose de que los recursos hacia las entidades, programas, proyectos e individuos fluyan de acuerdo con los intereses gubernamentales que, por lo pronto, se aceptan coincidentes con los emanados de la racionalidad del mercado.

No hay duda de que la evaluación constituye un mecanismo esencial y útil en el sistema educativo. Entre otras cosas, la evaluación es necesaria para conocer los resultados de las acciones educativas que se emprenden y para estar en condiciones de tomar decisiones adecuadas con respecto a la continuidad, modificación, suspensión o sustitución de las mismas. En educación, la evaluación siempre ha actuado y sido vista como la forma para conocer si los estudiantes han aprendido y para asegurar la vigencia de la responsabilidad de todos los actores con los objetivos comprometidos.

Pero, como forma de dominio, en un contexto marcado por la competencia y el riesgo, el papel de la evaluación en la educación está siendo el de la descalificación; es decir, el de la exclusión. La adopción de mecanismos de evaluación como principio regulador de la provisión recursos y de los servicios sociales ha exacerbado la desigualdad de oportunidades e incrementado las probabilidades de quedar excluido.

En el terreno de la educación superior, los programas que fueron diseñados para llevar a cabo la evaluación de la calidad y productividad de los académicos, proyectos e instituciones educativos y de aquellos vinculados con el desarrollo de la ciencia y la tecnología, en México, se han convertido en espacios para la descalificación. Cuando como resultado de los procesos de evaluación no se obtienen opiniones favorables inmediatamente se pierden oportunidades de acceso a instituciones, apoyos, fondos y financiamientos, entre otras cosas. Además se merman el respeto de los compañeros y el reconocimiento y la confianza social hacia quien obtuvo resultados negativos. Entonces, ¿cómo no van a ser vistos y representados los procesos de evaluación como peligro?

La utilización de los procesos de evaluación como forma de dominio exige que la sociedad y sus miembros desarrollen sentimientos de necesidad, es decir de escasez de recursos y, consecuentemente, falta de libertad. Por ello, las acciones de quienes durante la pasada década han gobernado el país han trasmitido el mensaje de que por más esfuerzos que se hagan por apoyar a la educación y a la ciencia y la tecnología los recursos disponibles no son suficientes y, por lo tanto, los subsidios tienen que ser reducidos. Estas acciones son apoyadas con discursos que cuestionan la eficiencia y la calidad educativa y que son comunicados por los medios, que se han convertido en los principales interesados en dar a la evaluación académica un uso práctico para que el capital ejerza el dominio.

Reunidos el peligro con la necesidad lo que surge es ansiedad. Los rasgos de personalidad que hoy imperan entre muchos actores de la vida académica acusan tensión subjetiva y trastornos derivados del sometimiento a situaciones de estrés. La escasez, la carencia, el cuestionamiento y la ansiedad derivan, a su vez, en sentimientos de culpa. Para remontarla no hay más que hacer que esforzarse, todavía más, para tener la oportunidad de estar entre los elegidos o, cuando menos, de los no excluidos. El resultado: estudiantes, profesores, investigadores, técnicos y directivos sometidos al trabajo exhaustivo pero poco reflexivo, acompañado, muchas veces, de apariencia y fanfarronería.

Desde que el Suplemento Campus fue fundado, hace diez años, en él han aparecido varios textos de autores que han advertido sobre los efectos perversos de los procesos de evaluación implantados en el sector académico. Nada se ha hecho para evitarlos y hoy los efectos ya son patentes a primera vista.

Los evaluadores, expertos y pares, están aceptando tomar y jugar el papel de verdugos. Es ya tal el riesgo, el peligro y el miedo a la exclusión que existe en el sector académico que algunos de quienes se erigen como evaluadores tienden a denigrar, criticar o adjetivar a las personas, al trabajo y a los productos que evalúan con tal de ser “útiles al sistema”. Consciente o inconscientemente, algunos evaluadores están tratando de mostrar que no merecen ser desechados. También hay quienes utilizan su papel de evaluadores para descalificar todo aquello que no concuerda con su propia visión, que forma parte del trabajo de personas o grupos contrarios a sus intereses o que le representan competencia. La (d)evaluación y descalificación del sistema educativo mexicano y de sus actores está siendo consumada.


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