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Ayotzinapa: Punto de inflexión
Alejandro Canales Sánchez
Campus Milenio Núm. 581, pp.5 [2014-10-23]
 

Lo ocurrido con los estudiantes de la Escuela Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa muestra claramente el momento de crisis en el que nos encontramos. No solo es un hecho sumamente lamentable o la situación crítica de la entidad federativa, la institución educativa o incluso la insostenible ausencia de seguridad pública, es el panóptico por el que vemos la cara de la desigualdad social en el país, la indolencia, la impunidad y la ausencia de responsabilidad pública.

Un mes después no se conocen los detalles de lo ocurrido el 26 de septiembre en Iguala, Guerrero; lo que existe son fragmentos de testimonios, algunas hipótesis sobre lo que realmente ocurrió y múltiples conjeturas. Sin embargo, lo cierto es que no sabemos dónde están los 43 estudiantes de la escuela normal que desaparecieron en esa fecha y menos la autoridad local encargada de la seguridad pública.

Hoy nos enteramos que el presidente municipal, el encargado del interés público en la localidad, y su cuerpo de seguridad, eran parte de la misma delincuencia más que del servicio y gobierno. Una confusión entre autoridades y delincuentes que no se sabe bien a bien quién es quién.

Tal vez ese es uno de los principales problemas: los servidores públicos no son tales, aunque con sus excepciones, prácticamente en todos los niveles y en múltiples ámbitos los funcionarios son unos depredadores. La Constitución de 1917, en su título cuarto, estableció claramente las responsabilidades de los funcionarios públicos en el desempeño de sus funciones, pero hoy, casi un siglo después, los servidores públicos lejos de apegarse a los preceptos constitucionales, han abdicado de lo que constituye su razón de ser.

En la Constitución actual, en el mismo título cuarto, con las reformas de 1982, en el artículo 108 quedó establecido que serían considerados como servidores públicos todos los representantes de elección popular, lo mismo que los miembros del poder judicial federal, del poder judicial del Distrito Federal, los del Congreso de la Unión, de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal o de la administración pública federal. Una responsabilidad por “los actos u omisiones que incurran en el desempeño de sus respectivas funciones”.

La reforma constitucional de diciembre de 1982 se dio a los pocos días de que asumió el cargo como presidente Miguel de la Madrid Hurtado, precisamente después de los escándalos por los inocultables y fastuosos gustos y bienes del entonces jefe de la policía capitalina, la crisis de seguridad pública que provocó, las especulaciones por los nexos con la delincuencia y su relación con el ex presidente José López Portillo.

No obstante, la “renovación moral” de los servidores públicos duró lo que dura el invierno. Una vez que se apaciguaron las conciencias, disminuyeron las críticas, se confiscaron los bienes mal habidos y la tinta de la reforma constitucional se secó, los funcionarios volvieron a lo que mejor sabían hacer. No, la corrupción no es patrimonio nacional ni un asunto cultural, es un tema de impunidad y de instituciones.

Mientras las tropelías de los servidores públicos queden impunes, como hemos presenciado una y otra vez, en un escala y en otra, en cualquier entidad federativa y bajo las diferentes fuerzas políticas, muy difícilmente tendremos resultados diferentes. También mientras persista la confusión entre delincuentes y funcionarios públicos o si el cálculo es que las posibilidades de ser sancionados es mínima o remota.

El otro tema es el propiamente educativo. Es paradójico que cuando la gran reforma educativa quedó aprobada, la de los acuerdos, las negociaciones y la persuasión en las élites, la que solamente espera desdoblarse en el complejo sistema educativo, ahora resulta que su base comienza a mostrar fisuras, no toca a los últimos eslabones de la cadena y sus supuestos beneficiarios no se sienten como tales. Es Guerrero con sus indicadores de rezago y son las normales rurales olvidadas, pero podría ser y son otras entidades, otros niveles educativos y otros temas, porque lo que está en el fondo es la persistente desigualdad social y la impunidad. Es un Estado que ha fallado en su responsabilidad elemental de seguridad pública y bienestar social.

Ojalá que el caso de Ayotzinapa sea el punto de inflexión para revertir la impunidad y atender los graves rezagos sociales.


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