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Ciencia y tecnología: Austeridad sin costo...
Alejandro Canales Sánchez
Campus Milenio Núm. 767, pp. 5 [2018-08-23]
 

El ahora presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, dos semanas después de su victoria, anunció medio centenar de lineamientos para lo que ha destacado como el centro de gravitación de su gobierno: “el combate a la corrupción y la aplicación de una política de austeridad republicana”. Una intención que hace sentido frente a la lista de agravios, ligereza y despilfarro que retrata a una parte importante de la clase política y de servidores públicos.

En los lineamientos quedaron anunciadas las modificaciones normativas para atemperar riquezas, costumbres y privilegios de los servidores públicos de alto y no tan alto nivel. No parece sencillo, nada sencillo, cambiar la regulación y las prácticas de esa extensa capa de funcionarios que ha crecido en el invernadero lujoso de la función pública. Pero sí, en algún momento debe comenzar y podría ser en el próximo periodo. No obstante, valdría la pena pensar si todas las medidas anunciadas se pueden y deben aplicarse sin más ni más.

El inventario de acciones incluye, entre otras: la reducción del sueldo del presidente de la República y de todos los altos funcionarios públicos que ganan más de un millón de pesos anuales; nada de bonos, vehículos nuevos, ni equipo informático; guardaespaldas solamente para encargados de seguridad; la eliminación de las pensiones para los expresidentes y los viajes al extranjero sin justificación. Un ajuste muy relevante a la estructura burocrática, si se llega a poner en marcha.

Pero también está la reducción, en un 70 por ciento, de toda la estructura de confianza y de su gasto de operación. Para este personal se propone que su jornada laboral sea de lunes a sábado y con al menos 8 horas diarias de trabajo. No es la primera vez que se propone recortar a este personal. Sin embargo, el asunto no solamente es si se puede prescindir de servicios especializados, la cosa es que muchos de esos servidores ahora forman parte del servicio profesional de carrera, lo que les otorga estabilidad y permanencia. Despedirlos es difícil y muy costoso, como también lo sería su descentralización. ¿Cueste lo que cueste se hará?

Todavía más, en el número 18, entre los muchos lineamientos también quedó incluido: “Se cancelarán fideicomisos o cualquier otro mecanismo utilizado para ocultar fondos públicos y evadir la legalidad y la transparencia”. Una medida necesaria para terminar con la opacidad en el ejercicio de un monto creciente de recursos públicos. No obstante, lo que a primera vista parece justificado, generalizarlo podría provocar la cancelación de múltiples programas de la administración pública. En el sector de ciencia y tecnología, por ejemplo, quedarían en vilo los fondos institucionales, sectoriales y mixtos.

Es comprensible la idea de cancelar los fideicomisos. Al comienzo de los años noventa, un fondo fue la figura emblemática que permitió la operación del controvertido rescate bancario, en lo que se conoció como el Fondo Bancario de Protección al Ahorro (Fobaproa) y que al final de esa década se convirtió en Ipab. Andrés Manuel López Obrador, ahora presidente electo, documentó el caso (Fobaproa, expediente abierto, Grijalbo. 1999).

Los fideicomisos públicos siempre han estado moviéndose en el filo de la regulación y la opacidad. A partir de los años 2000, en la ley de ingresos, quedó establecida la obligatoriedad de informar sobre los fondos y fideicomisos federales (CEFP. Fideicomisos públicos. Normatividad relacionada y situación a marzo de 2005). No obstante, con frecuencia, se ha omitido la regulación y múltiples fondos han crecido al amparo de la discrecionalidad, con un volumen de recursos que se incrementa año con año.

El principio fiduciario establece un acuerdo para delegar poder o bienes a un tercero para que lo administre a favor de un beneficiario. Los fideicomisos son un contrato, un instrumento financiero, mediante el cual una persona física o moral (fideicomitente, en este caso la administración pública) delega o destina determinado patrimonio a una institución fiduciaria (banca pública o privada) para la realización de objetivos o fines lícitos muy precisos para beneficiar a una tercera persona (fideicomisario) o para sí misma.

En mayo de este año, la organización Fundar, presentó su reporte: “Fideicomisos en México. El arte de desaparecer dinero público”. Los datos que ahí se presentan muestran las dimensiones del problema. Por ejemplo, dice que los fideicomisos a nivel federal son 374 y suman recursos por más de 835 mil millones de pesos. Nada para subestimar.

Uno de los mayores problemas es que, dice la investigación de Fundar, la mayor parte de los fideicomisos (9 de cada 10) y, por tanto la parte proporcional de recursos, son concentrados en entidades no paraestatales, es decir, funcionan sin mecanismos de control interno. Esto ha provocado que, por ejemplo, en 2016 ejercieran el triple del monto que se les había autorizado.

Sin embargo, tal vez, en lugar de prescindir el instrumento financiero, lo conveniente, sería someterlo a las mismas reglas de transparencia, publicidad y rendición de cuentas de todo recurso público. Actualmente, en el caso del sector científico y tecnológico, suman más de medio centenar de fondos (sectoriales y mixtos, principalmente) e involucran más de 26 mil millones de pesos. Es casi una tercera parte del gasto federal en el sector. ¿También debiera ser eliminado? Lo veremos en detalle en próxima entrega.


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