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El despertar chileno
Marion Lloyd
Campus Milenio Núm. 824, pp. 8-9 [2019-10-31]
 

Tres semanas de protestas en Chile han dejado un saldo de por lo menos 19 muertos, cientos de heridos y varios miles de detenidos. El estallido social, que empezó por un pequeño aumento en las tarifas del metro, se ha transformado en un movimiento nacional en contra de la desigualdad. Son las protestas más grandes y violentas desde el fin de la dictadura de Augusto Pinochet en 1990, y ahora amenazan con tumbar el gobierno del conservador Sebastián Piñera.

El 25 de octubre, unos 1.2 millones de chilenos—de una población de 18 millones—llenaron las calles de Santiago y otras ciudades del país en un reclamo masivo en contra del modelo económico neoliberal. La marcha más grande culminó en la Plaza Italia, el centro neurológico de la capital, en donde los manifestantes exigieron la renuncia del presidente. También reclamaron un nuevo pacto social entre el gobierno y la población, tras tres décadas de promesas incumplidas.

Como suele suceder en la mayoría de los países, los estudiantes están a la vanguardia de las protestas en contra del gobierno. En el caso chileno, sin embargo, el movimiento estudiantil es particularmente unido y organizado, y sus demandas se han colocado al centro de la agenda nacional.

En 2006 y 2011, los estudiantes paralizaron el país para exigir un nuevo sistema de financiamiento para la educación—demandas que llevarían a la derrota de Piñera después de su primer periodo como presidente en 2014. En ese año, ganó Michelle Bachelet con la promesa de volver gratuita la educación superior para el 70 por ciento de la población para el año 2020. Sin embargo, ante la caída en el precio del cobre—una de las principales fuentes de ingresos para el gobierno—y un fracasado intento de reforma fiscal, sólo logró implementar la gratuidad para los primeros cuatro deciles más pobres. Y en 2017, Piñera volvió a ganar la presidencia con la promesa de cumplir con el plan de la gratuidad, entre otros compromisos sociales.

Las actuales protestas empezaron el 6 de octubre con el alza en la tarifa del metro de Santiago de 30 pesos (equivalente a 5 centavos de dólar). El cambio sólo aplicaba para las horas pico, y fueron exentos los estudiantes y los adultos mayores. Para muchos, sin embargo, fue la gota que derramó el vaso, después de los recientes incrementos en las tarifas eléctricas y en muchos productos alimenticios, además de la caída en el monto de las pensiones. En una muestra de solidaridad, centenares de estudiantes de liceo (el equivalente al nivel bachillerato en Chile) decidieron desafiar al gobierno brincando los torniquetes del metro para no pagar la tarifa. En los días siguientes, se sumaron a la “evasión masiva” los estudiantes universitarios y otros residentes de la capital. A la vez, estallaron protestas alrededor de Santiago, en donde grupos de encapuchados saquearon tiendas, quemaron autobuses y destrozaron algunas estaciones de metro y plazas públicas. Sin embargo, una mayoría de las protestas se realizaron de forma pacífica a través de cacerolazos.

La represión gubernamental

Piñera, un empresario que es uno de los hombres más ricos de Chile, respondió con una represión policiaca y militar desmedida. Grupos de derechos humanos y defensores legales han denunciado casos de tortura en contra de manifestantes, muchos de los cuales son menores de edad o estudiantes universitarios. Según un reporte de la Defensoría Jurídica de la Universidad de Chile, los carabineros obligan a los detenidos a “desnudarse frente al personal” y “disparan perdigones y bombas lacrimógenas directo al cuerpo” de los manifestantes. La universidad denunció que inclusive “golpean a mujeres embarazadas”, además de obligar a los detenidos a “arrodillarse en el suelo mientras son golpeados”, según reportó el medio local El Mostrador.

También se han reportado casos de detenciones por agentes encubiertos que viajan en coches sin placas—una práctica común durante el régimen de Pinochet (1973-1990). De hecho, la respuesta gubernamental ha invocado memorias de las peores prácticas de la dictadura militar, en que más de 3 mil personas fueron asesinadas o desaparecidas, y decenas de miles fueron torturadas o mandadas al exilio.

El punto sin retorno

El momento más álgido de las protestas llegó el 18 de octubre, cuando un grupo de manifestantes chocó con carabineros en una estación del tren subterráneo. El presidente declaró un estado de emergencia e impuso toque de queda en la capital. El día siguiente, miles de soldados chilenos patrullaban en las calles por primera vez desde el fin del gobierno militar.

El día siguiente, Piñera suspendió el alza en el precio del metro en un intento por calmar las protestas. Pero fue demasiado tarde. Ya el movimiento se había metamorfoseado en algo mucho más grande e incontrolable en contra del estatus quo del país. El 20 de octubre, tras las 36 horas más violentas de la protesta, el presidente declaró lo siguiente: "Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie, que está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite". Sus palabras, que después quiso retractar, sólo aumentaron la frustración de la población. En los días siguientes, los manifestantes llevaron pancartas diciendo “no estamos en guerra”, lo que se convertiría en un lema central del movimiento.

Tampoco ayudaron los comentarios de los miembros de su gabinete, que fueron tomados como una burla. Por ejemplo, el ministro de Hacienda sugirió que, al ver el aumento en el índice del precio al consumidor, los románticos podrían aprovechar para comprar flores, cuyo precio había bajado. Y el ministro de Economía señaló que los madrugadores beneficiarían al aprovechar el descuento en el metro antes de la hora pico, según reportes de prensa.

Para muchos chilenos, el gobierno de Piñera refleja el cinismo de la élite económica, que está desconectada o indiferente a los problemas de la mayoría de la población. No es coincidencia que los manifestantes hayan tomado como himno de protesta a una canción que data del período militar: “El baile de los que sobran”. Es un mensaje de la mayoría que “sobra” hacia las élites que han abusado de su poder económico y político.

Después de la marcha del viernes pasado, sin embargo, Piñera ha cambiado su discurso radicalmente en un intento por aplacar a la protesta. El día siguiente, pidió la renuncia de todo su gabinete, para dar pie a una “nueva agenda social” en el país. “He pedido a todos los ministros poner sus cargos a disposición para poder estructurar un nuevo gabinete para poder enfrentar estas nuevas demandas y hacernos cargo de los nuevos tiempos", declaró el mandatario en un discurso televisado. Después, emitió un mensaje en Twitter en donde insistió que escuchó y comprendió "el mensaje de los chilenos", según reportes de prensa.

El mismo día, las fuerzas armadas anunciaron el fin del toque de queda en la capital a petición del presidente. Piñera alabó la conducta "ejemplar" demostrada por el millón de ciudadanos que salieron a las calles de forma “pacífica” a expresar sus críticas a sus políticas económicas y sociales.

¿El fin del milagro chileno?

Pero, ¿cómo explicar tal grado de descontento social en uno de los países más ricos de América Latina, y que para muchos ha sido el modelo a seguir? En tan sólo tres décadas, Chile logró superar una de las peores dictaduras militares de la región, estableciendo una democracia estable y tasas de crecimiento económico por arriba del 5 por ciento anuales. Como resultado, el país cuenta con el segundo mayor ingreso per cápita de la región—de USD$25,000, solo por detrás de Panamá—y niveles de desarrollo humano justo por debajo de Europa. También, después de décadas de expansión universitaria, cuenta con una matrícula bruta en educación superior de 88 por ciento —el mismo nivel de cobertura que Estados Unidos, según datos del Banco Mundial.

Otras cifras son igual de impactantes. Entre 1990 y 2017, el índice de la pobreza se desplomó del 40 al 8.6 por ciento, y la tasa de extrema pobreza bajó de 20 a 2.8 por ciento, según un texto en línea de Martín Hopenhayn, un filósofo chileno y ex alto funcionario de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). En el mismo periodo, agregó, la expectativa de vida rebasó los 80 años—la más alta de la región—y la mortalidad infantil ha bajado a niveles imperceptibles.

Sin embargo, otros datos dan una imagen menos favorable del llamado “milagro chileno”, empezando por el tema de la desigualdad. En 2017, el 1 por ciento más rico del país acaparó el 26.5 por ciento de la riqueza del país, mientras que el 50 ciento de hogares con menores ingresos accedió a solo el 2.1 por ciento de la riqueza, según la última edición del informe Panorama Social de América Latina elaborado por la CEPAL. De igual forma, a pesar de contar con un ingreso per cápita alto, el sueldo promedio de los chilenos es apenas US$560 al mes. Es decir, la mitad de la población gana poco más del sueldo mínimo de US$423 al mes, según CNN. En contraste, la fortuna familiar del presidente Piñera está valorada en US$2.8 mil millones, según la revista Forbes.

Tales niveles de desigualdad minan las posibilidades de los chilenos promedio de acceder a servicios básicos, como transporte, agua, salud y educación. Uno de los legados del régimen de Pinochet fue la privatización de los servicios públicos, que elevó el costo de los mismos, aunque no necesariamente la calidad. Según un estudio reciente de la Universidad Diego Portales, de 56 países, el costo del transporte público en Chile es el noveno más caro en función del ingreso medio de sus habitantes. También es de muy mala calidad, por lo que se explica el reclamo por el aumento en la tarifa.

Otra fuente de protesta es el sistema privatizado de pensiones. El actual sistema fue creado en 1982 bajo un esquema de cuentas individuales manejadas por fondos privados. Fue uno de los primeros sistemas privatizados de pensiones en el mundo. En principio, se esperaba que los chilenos pudieran retirarse con el 70 por ciento de su sueldo de los últimos cinco años. Pero hoy, 80 por ciento de los jubilados percibe menos del sueldo mínimo, según la BBC. Actualmente hay una propuesta de reforma en el Congreso, que buscaría aumentar la contribución de los empleadores al sistema. Sin embargo, la propuesta ha sido rechazada por ser demasiado tímida por parte de los partidos de oposición.

La educación superior gratuita

Un tercer tema, y quizás el principal para muchos de los manifestantes, se trata del altísimo costo de la educación, y de la educación superior en particular. Durante el régimen de Pinochet, el gobierno pasó control de la educación básica a los municipios, aumentando los niveles de desigualdad entre zonas ricas y pobres y fomentando una explosión en la educación privada. Algo similar ocurrió en la educación superior, en donde el Estado pasó la responsabilidad por conseguir fondos a las propias instituciones. Por consecuencia, aun las universidades “públicas”, como la Universidad de Chile o la Universidad de Santiago, tuvieron que recurrir a cuotas estudiantiles para cubrir sus gastos.

Hoy, la educación superior chilena está entre las más caras del mundo en relación con los ingresos de sus habitantes. Por ejemplo, en 2012, el segundo año de las protestas masivas a favor de la gratuidad, la colegiatura universitaria representaba 40 por ciento de los ingresos promedios familiares, según un estudio de emol.com. En comparación, la proporción fue de 28 por ciento en Estados Unidos y de 12 por ciento en Australia. En 2018, la colegiatura en la Universidad Pontificia Católica rebasó los US$8 mil 600 por año, mientras que en la Universidad de Chile, varió entre US$5 y $7 mil 500 dólares, dependiendo de la carrera, según otro estudio de emol.com.

El alto costo de las colegiaturas también impacta en las posibilidades de que personas de bajos recursos asistan a la universidad. Según cifras del propio gobierno, mientras 36 por ciento del primer decil y 48.6 por ciento del quinto decil están inscritos, la proporción es de 92.8 por ciento para el decil más rico.

Para ampliar el acceso para distintos grupos, en 2005 el gobierno de Ricardo Lagos creó un sistema de préstamos estudiantiles con aval del estado, con tasas de interés de entre 5 y 6 por ciento anuales. Sin embargo, mientras el programa permitió ampliar la matrícula en educación superior—de 660 mil en 2006 a 1.2 millones en 2018—, también fomentó una explosión en la deuda estudiantil. Para 2018, se estima que hubo 616 mil deudores y 168 mil morosos, que debían en conjunto US$14 mil millones, según cifras del gobierno.

Fue en ese contexto que se estalló la primera protesta estudiantil en 2006, cuando decenas de miles de estudiantes de media superior salieron a la calle en demanda de una educación de mejor calidad y menor costo. Los estudiantes también exigieron el fin de la educación con fines de lucro, la cual, a pesar de estar prohibida por ley, operaba con impunidad. La llamada “revolución de los pingüinos”—así llamada por el uniforme en blanco y negro de los estudiantes de liceo—se convirtió en un dolor de cabeza para el gobierno de Bachelet, finalmente contribuyendo a la primera victoria de Piñera en las elecciones presidenciales de 2010.

Sin embargo, el empresario enfrentó un aún mayor desafío por parte de los estudiantes universitarios, quienes organizaron manifestaciones masivas durante más de un año para exigir el fin de la privatización de la educación superior. Varios de los líderes del movimiento estudiantil, como Camila Vallejo y Giorgio Jackson, pasaron a ser miembros del Congreso federal, desde donde han seguido impulsando las demandas por la gratuidad.

El panorama a futuro

Dado el nivel de descontento social, parece poco probable que Piñera logre aplacar el descontento social en las próximas semanas. De hecho, muchos analistas concuerdan en que es difícil imaginar una salida a la crisis que no incluya la renuncia del propio presidente. Como sucede con los movimientos actuales en Ecuador, Colombia o Líbano, conforme aumentan las demandas de los manifestantes, más difíciles son de resolver. Sobre todo, cuando se trata del rechazo al sistema económico en su conjunto.

Ante ese panorama, muchos intelectuales y observadores en Chile han buscado dar explicación al estallido de una revuelta popular en el lugar menos esperado. Para algunos, como el sociólogo chileno José Joaquín Brunner, las protestas cada vez más violentas y generalizadas son prueba del “retroceso de la democracia” en muchos países. “A nivel mundial asistimos a una despedida de la democracia tal cual la hemos conocido, con sus evoluciones y retrocesos, desde la segunda posguerra hace 75 años,” escribió en el medio digital El Líbero.

Para el filósofo Hopenhayn, sin embargo, el movimiento refleja el enorme descontento de las clases medias y bajas en Chile ante los crecientes niveles de desigualdad en el país. “La consigna que se impuso estos días alude a un despertar y connota básicamente la exteriorización incontenida de un descontento larvado y masivo”, escribió en un texto publicado en las redes sociales. “Se entona como cántico de fútbol y dice así: ohhhhh, Chile despertó, Chile despertó, Chile despertó, Chile despertó”.


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