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Educación superior y federalismo. Primera parte
Roberto Rodríguez Gómez
Campus Milenio Núm 253 [2007-12-13]
 

En las últimas décadas el Estado mexicano ha buscado impulsar el federalismo como un medio estratégico para favorecer el desarrollo del país, enfrentar los problemas derivados de más de un siglo de centralismo económico y político, y abordar con nuevos instrumentos la desigualdad social imperante. La ruta del llamado “nuevo federalismo” involucra varios procesos relacionados entre sí y caracterizados por su enfoque gradual, progresivo y de largo plazo. Entre los más relevantes se considera la descentralización de los servicios públicos emprendida a partir de la década de los años ochenta, las reformas fiscales encauzadas desde mediados de los noventa, y el impulso, a través de nuevas reglas, instrumentos e instituciones, en favor de la competencia político-electoral en el marco de la compleja e inacabada transición democrática del país.

Aunque México se reconoce formalmente como una república federal, compuesta por estados libres y soberanos “en todo lo concerniente a su régimen interior, pero unidos en una federación establecida según los principios de esta ley fundamental” (artículo 40 constitucional), el Estado mexicano surgido de la revolución se consolidó mediante la práctica de un “federalismo centralizado”, con preeminencia del orden federal en la recaudación y distribución tributaria.

Durante la prolongada etapa de hegemonía de partido único, el federalismo centralizado se interpretaba por la convergencia entre la organización corporativista del PRI y la extraordinaria concentración de facultades del Poder Ejecutivo federal: el modelo presidencialista.

Historia de una ley

En varios momentos del siglo XX se intentó mejorar la coordinación fiscal entre los estados y la federación, así como equilibrar las facultades recaudatorias. En 1922 se establecieron las “participaciones” como mecanismo de distribución compensatoria de los impuestos federales a los estados, y en 1925, 1933 y 1947 se llevaron a cabo convenciones nacionales fiscales para impulsar mecanismos de recaudación en los estados bajo la forma de impuestos y derechos especiales. Su implantación, sin embargo, no evitó la continuidad del centralismo tributario y al cabo revirtió en una innecesaria, ineficiente e injusta complejidad fiscal.

A inicios de los años ochenta se estableció el Sistema Nacional de Coordinación Fiscal (SNCF) mediante la Ley de Coordinación Fiscal de 1978 y la coordinación de derechos de 1982. El SNCF significó la suspensión o derogación de un conjunto de impuestos y derechos estatales, a cambio de recibir, mediante convenios, participaciones fiscales federales mediante fórmulas de asignación.

La aprobación de la Ley de Planeación de 1983, que reemplazó a la Ley de Planeación General de la República de 1930, brindó el marco jurídico para la convergencia entre la descentralización de la administración pública federal y las tendencias de coordinación fiscal en curso.

Desde su concepción, el SNCF estableció como eje central la regulación del sistema de participaciones. En 1980 se aprobaron los fondos General de Participaciones (FGP) y Financiero Complementario de Participaciones (FFCP); en 1981 se añadió el Fondo de Fomento Municipal (FFM). A partir de 1987 se establecieron incentivos para que los estados incrementaran su potencial recaudatorio.

De 1988 a 1990 se experimentó la práctica de retener en los estados hasta 30 por ciento del IVA como crédito al FGP. La escasa eficacia del mecanismo hizo retornar la competencia federal sobre el impuesto. Durante la presidencia de Ernesto Zedillo (1994-2000) se avanzó en una política hacendaria más enfocada al fortalecimiento de las finanzas locales, lo que coincidió con la maduración de procesos de descentralización administrativa emprendidos desde los años ochenta.

Transformaciones

Esta política se expresó, entre otras medidas, en la ampliación de las participaciones estatales, la devolución de algunas facultades tributarias a los estados y la creación de fondos de gasto al margen del SNCF. Un balance crítico del modelo en su fase inicial puede consultarse en: Enrique Cabrero Mendoza (coord.), Las políticas descentralizadoras en México (1983-1993). Logros y desencantos, México, Miguel Ángel Porrúa, 2007.

Estas transformaciones tienen por contexto el cambio de las condiciones económicas que dieron sustento al presidencialismo. Al finalizar la década de los setenta, México se vio obligado a revisar su modelo de desarrollo, la operación de la administración pública y el marco jurídico y fiscal. Se optó por abrir cauce a la descentralización, la reforma hacendaria y la reforma política. Pero, al mismo tiempo, se delimitó el papel económico del Estado acotando su participación en actividades consideradas estratégicas, como energía, seguridad, salud, protección social y educación pública.

Por último, se generaron incentivos para la inversión privada, nacional y extranjera, especialmente en los sectores de bienes y servicios abandonados por el Estado, y se procuró la apertura de la economía a los mercados internacionales.

¿En qué medida y bajo qué expresiones estos procesos de cambio han incidido en el sistema de educación superior del país, cuál es la situación actual y cuáles las perspectivas a futuro? En esta serie se abordan estas preguntas examinando la relación entre la transición federalista mexicana y la educación superior del país.

Crecimiento, desconcentración y diversificación de la educación superior

En la primera mitad del siglo XX el acceso a la educación superior era muy limitado debido al escaso número de instituciones del nivel pero, sobre todo, por el lento crecimiento de la escolarización de la población nacional. Se estima que hacia 1950 México contaba con sólo 23 instituciones de educación superior (IES), de las cuales dos de carácter nacional (la Universidad Nacional Autónoma de México y el Instituto Politécnico Nacional), 12 universidades públicas en los estados, tres institutos tecnológicos regionales y seis universidades privadas.

La población escolar atendida ese año se estima en torno a 30 mil estudiantes (véase: Alfonso Rangel Guerra, “La descentralización de la educación superior”, Revista de la Educción Superior, núm. 19, julio-septiembre, 1976).

En la década de 1950 a 1960 surgieron diez universidades públicas estatales y en los sesenta siete más, todas ellas en las capitales de los estados. Además prosiguió la expansión de los institutos tecnológicos regionales, así como su localización en ciudades y municipios vinculados a los sectores de producción industrial y agropecuaria. Gracias a la infraestructura establecida y mediante el impulso financiero del gobierno federal, la década de los setenta representó un periodo de extraordinaria expansión.

Al final de ésta, la matrícula superaba la cifra de 800 mil estudiantes, lo cual representaba aproximadamente 10 por ciento del grupo de edad de 19 a 23 años. Asimismo, se había conseguido romper la concentración mayoritaria de estudiantes de nivel superior en la capital de la República (véase: Julio Rubio Oca, coord., La política educativa y la educación superior en México. 1995-2006: un balance, México, FCE, 2006). pC




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