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De rankings y cosas peores
Humberto Muñoz García
Campus Milenio Núm. 346 [2009-11-19]
 

Hay un cúmulo de afirmaciones acerca de los resultados de las políticas públicas en materia educativa. No faltan análisis e interpretaciones que señalan que ha habido avances importantes. Existen, igualmente, argumentos que sostienen que sus resultados han tenido efectos desfavorables por la injerencia de los programas del gobierno en la vida académica. Que la continuidad política ha llevado a las universidades a transitar a través de situaciones marcadas por la inercia, cuando en verdad se necesitan reformas de fondo con una lógica política distinta a la actual.

Y ante las evidencias que se esgrimen dentro de cada postura, lo que emerge es un conjunto de interrogantes. ¿Qué es una buena universidad? ¿Cuáles son las condiciones y posibilidades de mejorar a las que tenemos? ¿A cuáles hay que prestar mayor atención? ¿Hasta qué punto las universidades con liderazgo académico pueden desarrollar tareas para mejorar el sistema de educación superior público? ¿Podemos tener una política que visualice a las universidades públicas en una perspectiva de largo plazo, para que en su avance favorezcan que México se desarrolle y entre a la sociedad del conocimiento? ¿Se puede continuar con los premios y castigos que los universitarios vivimos a diario por los tipos de evaluación que nos aplican?

Las políticas han significado que en los años recientes las universidades actuaran para que sus presupuestos no se reduzcan; negociando para que les llegue algo del subsidio extraordinario, dividido en más de una decena de programas, que se basan en concursos, cuya competencia termina por corroer todos los esfuerzos: cuando cumplen una meta, se les impone otra. Las obligan a actuar dentro de un paradigma que estima más la emergencia que la trascendencia.

Para distribuir los recursos se han usado todos los instrumentos de medición posibles. Por ejemplo, de repente llegaron los rankings internacionales. La referencia a los mismos comenzó a jugar un papel importante. El reconocimiento hecho a una institución comenzó a tener repercusiones en su prepuesto y en sus relaciones con el gobierno en turno.

Los rankings internacionales (el de Shangai, el del Times y el Webometrics, sólo para citar tres que se consideran importantes) tienen una enorme cantidad de deficiencias metodológicas, señaladas por los expertos. La movilidad de una universidad entre las posiciones no depende necesariamente de lo que haga o deje de hacer. En los rankings hay un sesgo anglosajón. En todos, Harvard aparece como una de las cinco mejores universidades en el mundo. En consecuencia, nos fijan un modelo de universidad a seguir si queremos ser exitosos. También nos enseñan, con sus indicadores, las pautas de desarrollo que deben orientarnos para ser mejores. ¿Queremos y podemos ser como Harvard? ¿Queremos pagar millones de dólares para que tengan en cuenta a nuestras revistas científicas en los índices internacionales de citas? Los rankings se inscriben en lo que Ridings llamó la americanización de las universidades, muy favorecida por la globalización.

En la historia de nuestras instituciones se ha desarrollado una vocación diferente al modelo de universidad anglosajón. Nuestras universidades tienen compromiso y responsabilidad social, una trayectoria vinculada a la construcción y reconstrucción del Estado y a la cultura nacional. Son un proyecto cultural del pueblo, aunque por ahora se encuentren manejadas por políticas educativas que ha impuesto la “república de los indicadores”.

La política actual sigue la lógica de los rankings. El modelo de buena universidad se define según que la misión y la visión (son los términos que se usan) se apeguen a los lineamientos oficiales, los cuales responden a la planeación estratégica, que permite llegar a la buena calidad. Calidad que se aprecia en las capacidades, observadas por medio de dos tipos de indicadores: los de la planta académica (SNI, doctores, tiempos completos, perfil Promep, cuerpos académicos consolidados) y los de la competitividad académica, reflejada en el porcentaje de programas de licenciatura de buena calidad, esto es, acreditados, el porcentaje de posgrados nacionales de calidad (acreditados) y el porcentaje de la matrícula atendida en licenciaturas de buena calidad. Las mejores universidades son las que tienen valores más altos en los indicadores, las que pueden entrar a Cumex pagando miles de pesos por su pertenencia a la organización. En el modelo se agrega la buena gestión, ligada a la planeación y a la aplicación de las políticas federales en la institución, a la burocratización, al ISO 9000 que ni la burocracia aguanta.

La política actual estimula la homogeneidad en el sentido y el contenido de lo que es la universidad pública. Los indicadores fijan una sola pauta para el desarrollo institucional. Se pierde la riqueza de la diversidad. No se considera los valores educativos de cada entorno social en el territorio, la cultura, la pedagogía, las orientaciones que cada universidad debe seguir para que sus estudios sean pertinentes, sus aportes al desarrollo social local, la superación de problemas estructurales, sus relaciones con el gobierno estatal, su contribución a la estabilidad política. Cosas de fondo que no cuentan o cuentan menos a la hora de señalar o premiar lo que en concreto hacen las universidades públicas.

Es innegable que dentro de la lógica de la política actual se han producido avances. Lo que no ha conseguido es superar sustancialmente las desigualdades institucionales. En todos los rankings nacionales, incluido el de los indicadores oficiales, las cinco o seis mejores universidades públicas estatales son las mismas y un puñado de otras tantas son las mismas que ocupan los últimos lugares. Por lo pronto, a falta de más información y análisis, se puede sostener que la política de educación superior establece un modelo y una pauta de desarrollo, que sigue la inercia en la distribución de los recursos y, por tanto, tiende a mantener las brechas en las capacidades institucionales.

Estamos llegando al fin de un ciclo de políticas educativas. Lo hecho es insuficiente para enfrentar los desafíos del país, desde hace años, para resolver sus problemas de falta de crecimiento, la atención a la cuestión social y para insertarse en la dinámica internacional. Es el caso de proponer nuevas políticas que consideren la diversidad de propósitos institucionales, que apliquen instrumentos que induzcan desarrollos propios, con financiamiento de largo plazo, que consideren la responsabilidad social de nuestras casas de estudios, el medio ambiente político y cultural y otros factores que coadyuvan a entender qué es una buena universidad en nuestro país. Discutamos qué universidad queremos para estos tiempos, para qué proyecto de desarrollo y qué hacer para impulsar a cada institución, para que, de acuerdo con sus propósitos, se vuelva mejor.


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