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A dos siglos de la legitimidad de la desigualdad educativa en México
María Herlinda Suárez Zozaya
Campus Milenio Núm. 351 [2010-01-07]
 

En 2010, año en que los mexicanos celebramos el bicentenario de la Independencia del país, se antoja reflexionar acerca de las ideas educativas que se forjaron en esa época. Para hacerlo empecemos recordando que el fundamento del proyecto educativo de los primeros regímenes independientes estuvo basado en la perspectiva liberal que planteaba que la educación de las masas constituye el elemento crucial para la prosperidad de un pueblo. De hecho, para ellos el monopolio de la educación por parte de ciertas clases era un impedimento para la democracia.

Estas ideas las heredaron los liberales mexicanos de los ilustrados europeos. Y, en una sociedad como la mexicana, que se encontraba profundamente escindida por las jerarquías tradicionales, las ideas ilustradas justificaron que una “minoría selecta” se impusiera sobre la “masa ignorante”. Entonces, al iniciarse México como nación independiente, que fue cuando el Estado asumió la responsabilidad de gestión de la educación destinada a formar a los ciudadanos, el proyecto educativo estuvo atravesado por dos ideas contradictorias: por un lado, en los discursos y programas oficiales de los liberales se subrayaba y proclamaba la necesidad de generalizar una educación que permitiera acrecentar la igualdad. Por el otro, en la sociedad imperaba y se aceptaba la idea de que la educación para las masas no tenía por qué ser la misma que la destinada a las élites. Esta cuestión condujo a que, desde su surgimiento, el proyecto educativo nacional se fincara en la tensión producida entre la responsabilidad política de construir una sociedad de iguales, respecto de una realidad social que se empeñaba en reproducir y ponderar las desigualdades.

Por lo demás, el proyecto educativo con el cual el país comenzó su vida independiente surgió en medio de crisis económicas, sociales, culturales y políticas. Había escasez de recursos, luchas partidarias, posiciones ideológicas encontradas, levantamientos promovidos por caciques locales, entre otros tantos desencuentros que caracterizaron la historia de la primera república federal que fuera destituida en 1836. Fue entonces cuando la incipiente clase media empezó a gestionar una educación que promoviera la participación de las mayorías en la producción de riqueza económica; de ahí su inquietud por darles educación útil. Dicha educación estaría orientada hacia un entrenamiento técnico y a la transmisión de ideas y capacidades que permitieran que las masas fueran productivas y pudieran dar razón de “su creencia y opinión política”, pero nada más. Porque se sostenía que una educación superior sólo podían aprovecharla quienes provenían de “una larga serie de generaciones educadas”. Así que el concepto de igualdad sancionado por el proyecto educativo de la sociedad recientemente independizada de España no fue el de la igualdad absoluta, sino el de la igualdad moral.

Al respecto, Fernández de Lizardi afirmaba que “la función de la educación es permitir que las diferencias sean reconocidas, a fin de que cada cual acepte desempeñar la función social que le corresponde”. Con esta visión, a las masas les correspondía desempeñar oficios útiles y ¿a los privilegiados?

Para contestar tal pregunta, primero debe recordarse que para cuando México se inauguró como nación independiente, la universidad estaba en pleno ocaso y había adquirido la imagen de una institución obsoleta y conservadora, que bien podía desaparecer. Y, después de una serie de clausuras y reaperturas condicionadas por las circunstancias políticas del país, fue cerrada definitivamente hacia 1867. Así que la historia intelectual de México independiente se desarrolló, principalmente, en asociaciones, círculos, clubes, liceos, salones, sociedades, uniones que sostenían que su manera de ser útiles a la sociedad era haciendo suya la misión histórica de “regenerar al pueblo ignorante”.

En este sentido, destaca el grupo de los ateneístas, quienes realizaron labores de docencia con base en el supuesto de que el hombre del pueblo tiene que pasar por una transformación educativa para poder ser productivo, actuar y ser reconocido como ciudadano. Y esta idea se quedó plasmada en la sociedad mexicana y funcionó como fértil campo de cultivo para las relativamente recientes propuestas y acciones del neoliberalismo. Tanto ha sido así que ahora, después de 200 años en los que, durante su transcurso, ocurrieron sucesos de gran envergadura histórica, como lo fue la Revolución, las diferencias educativas, entre la élite y las mayorías, siguen operando como fuente legítima de discriminación y exclusión de la prosperidad económica y de la efectiva participación social y política de muchos mexicanos.

En este bicentenario, entonces, es hora de que el tema de las relaciones entre educación, desigualdad, pobreza y democracia ocupe un lugar prioritario en las agendas de discusión. Esto si es que ahora sí de veras se quiere reducir las brechas de desigualdad social que, en la actualidad en el país, se están tornando más profundas cada día.


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