El Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación se creó en 1943. Tres años más tarde se aprobó el Reglamento de las Condiciones Generales de Trabajo del Personal de la Secretaría de Educación Pública, suscrito por el presidente Manuel Ávila Camacho y por el secretario de Educación Pública Jaime Torres Bodet (Diario Oficial de la Federación, 29 de enero de 1946). Desde entonces esta norma constituye el marco jurídico de mayor amplitud con respecto a las relaciones entre el sindicato y la SEP. En éste se establece el principio de bilateralidad en los siguientes términos: “La Secretaría y el Sindicato fijarán, de común acuerdo, los asuntos que deberán ser gestionados por las representaciones sindicales generales, las parciales y las especiales” (artículo 3).
En la extensa fase histórica que se caracteriza por la hegemonía política del Partido Revolucionario Institucional (PRI), el SNTE se ubicó como un eje de las relaciones corporativas desarrolladas entre el Estado y las organizaciones gremiales. El SNTE, incluido en la Confederación Nacional de Organizaciones Populares (CNOP), organización establecida por el PRI también en 1943, fue un indudable apoyo para la implantación de las políticas educativas, de corte centralista, de los gobiernos encabezados por el PRI.
Ello no quiere decir, sin embargo, que las relaciones entre la dirigencia sindical y las autoridades educativas fueran invariablemente tersas, ni que dentro del organismo gremial prevaleciera la armonía. Baste recordar, a guisa de ejemplo, la disputa por el control sindical desplegada por el Movimiento Revolucionario del Magisterio, encabezado por Othón Salazar, a finales de la década de los cincuenta, o bien el desplazamiento de la corriente Vanguardia Revolucionaria, que controló al sindicato desde los años setenta, luego de la forzada renuncia de Carlos Jongitud Barrios en 1989.
Hasta ese momento, el principio de bilateralidad se circunscribía a la negociación de las condiciones generales de trabajo, el salario y las prestaciones. Pero las cosas cambiarían desde el inicio de los años noventa. En primer lugar, la decisión del Ejecutivo de proceder a la descentralización de los servicios educativos, eufemísticamente llamada “federalización” planteó al SNTE un reto muy importante, que habría de solventar sosteniendo y aún incrementando el carácter unitario del sindicato. En esta transición el sindicato habría de fincar y operar un doble esquema bilateral: uno, el principal, con las autoridades educativas federales, pero otro, también de carácter bilateral, con cada gobernador en los estados.
El segundo reto provino de los cambios de estrategia en la política económica y laboral del país a partir del gobierno de Miguel de la Madrid, profundizados en la gestión de Carlos Salinas de Gortari. Con la apertura a la inversión extranjera, el libre comercio y la desregulación del mercado, se desencadenaron fuertes presiones tendientes a la flexibilización del régimen laboral y, por lo tanto, al progresivo desgaste de las organizaciones de trabajadores. Únicamente aquellos sindicatos que lograron transitar hacia nuevas formas de participación en la toma de decisiones sobre los sistemas de producción (por ejemplo el de telefonistas y algunos del sector manufacturero exportador) consiguieron sobrevivir en el escenario, dando lugar a nuevas expresiones y relaciones entre capital y trabajo designadas como neo o post corporativas (véase al respecto: Enrique de la Garza, Restructuración productiva y respuesta sindical en México, México, UNAM, 1995).
El SNTE asumió el desafío de la flexibilización llevando la agenda sindical al terreno sustantivo de la educación, es decir mediante la decisión de colaborar e incidir con las autoridades en la definición de los principales programas y reformas educativas. Para lograr tal efecto, que significa una ampliación notable del principio de bilateralidad, el sindicato asumió una renovada forma de vinculación con el aparato gubernamental. En vez de apegarse a principios doctrinarios e ideológicos, buscó adecuarse y adaptarse a las ofertas políticas de la transición, estableciendo alianzas, apoyadas en su fuerza electoral, con prácticamente todas las fuerzas políticas del país, pero sin renunciar ni un centímetro al principio de bilateralidad en las negociaciones importantes.
Ello explica la presencia de la organización sindical, en las últimas dos décadas, en prácticamente todos los proyectos, iniciativas y reformas planteadas por la autoridad educativa federal, comenzando por los programas sectoriales del sector. En septiembre de 2000 el Consejo Nacional del SNTE aprobó la llamada Declaración de Guadalajara, en la cual se plasma con toda claridad el nuevo enfoque: “El SNTE asumirá la tarea que le toca y ejercerá el derecho que le corresponde entendiendo que el proceso educativo reclama de un compromiso bilateral, adecuadamente consensuado”.
En 2004 se reformaron los estatutos del SNTE y en ellos se plasma una compleja variedad de funciones, atribuciones y responsabilidades de los órganos de gobierno de carácter unipersonal o colegiado, varias de las cuales remiten, precisamente, a la misión sindical de incidir sobre la determinación de la agenda educativa del país. Un botón de muestra: sobre la Presidencia Nacional, cargo diseñado para legitimar la continuidad de Elba Esther Gordillo al frente del SNTE, se establece, entre muchas otras, la atribución específica de “promover y fortalecer al Sindicato como actor político y social en la agenda nacional” (artículo 81).
Bilateralidad y flexibilidad son elementos que no se conjugan tan fácilmente. Desde la perspectiva del SNTE sobresale en el escenario la necesidad de ampliar el espectro de interlocución con otros agentes y actores políticos. Sobre eso, la próxima semana.