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Universidad y feminismo
Roberto Rodríguez Gómez
Campus Milenio Núm 24 [2003-03-13]
 

La batalla feminista del siglo XX se libró en varios frentes. Los movimientos por la igualdad de derechos cívicos para las mujeres recorrieron la centuria; otro tanto puede afirmarse de la lucha por la igualdad de condiciones laborales y por la equidad de oportunidades de acceso a la educación y la cultura. No menos importantes han sido las demandas de las mujeres en el terreno de los derechos humanos, contra la violencia familiar, por una elección de pareja no coercitiva, por una distribución equitativa de las responsabilidades familiares, en favor de la libertad reproductiva y por la despenalización del aborto.

La historia del feminismo establece dos hitos cruciales en la orientación de su pensamiento y práctica luego de la Segunda Guerra Mundial. El primero es la publicación en 1949 de Le Deuxième Sexe de Simone de Beauvoir. La filósofa francesa entra en debate con varios enfoques sobre la condición femenina y establece una visión culturalista contraria a perspectivas biologicistas y esencialistas. El debate abierto por El segundo sexo favoreció la reflexión intelectual sobre el tema y, al cabo, daría lugar a los estudios académicos basados en el “enfoque de género”. Un segundo hito fundamental corresponde a la convergencia en los años sesenta del movimiento feminista con otras luchas de reivindicación de derechos sociales y políticos. La generación de 1968 se expresó con fuerza en E.U. y Europa a través del movimiento de liberación de las mujeres (Women´s Lib); a partir de entonces se amplió el arco de reivindicaciones y se hizo girar el polo de la contienda pasando de una plataforma opositora de la segregación y la desigualdad, a otras que, coexistiendo con la primera, abrieron nuevas causas, como el derecho a la diferencia y a la autonomía.

Desde los años setenta, las agencias de la ONU han dado foro al debate sobre la igualdad entre hombres y mujeres. Las Naciones Unidad proclamaron 1975 Año Internacional de la Mujer, y se organizó en México una primera conferencia mundial. Poco después se incluyó la igualdad de sexos en la “Declaración Universal de los Derechos Humanos” y, desde entonces, se han multiplicado declaraciones, conferencias y reuniones para avanzar en la definición e inclusión del enfoque de género en el quehacer institucional.

En este terreno, el feminismo de los noventa diversificó sus propósitos; las organizaciones de mujeres han procurado incidir en la definición del consenso internacional para atender las situaciones de exclusión subsistentes, y para impulsar el enfoque de género en la agenda social mundial: ciudadanía y democracia, desarrollo, pobreza, ambiente y población. También ha sido fundamental el tema de la participación de las mujeres en la emergente “sociedad del conocimiento”.

En el plano académico, el debate feminista también se ha diversificado. En un esclarecedor ensayo (“Fuga a dos voces: ritmos, contrapuntos y superposiciones del campo de los estudios de género y la educación”) Marisa Belausteguigoitia y Araceli Mingo, distinguen cuatro vertientes inspiradoras de los estudios de género y educación: el feminismo radical, el liberal, el socialista y el postestructuralista. El texto forma parte de Géneros prófugos. Feminismo y educación (México, Paidós, 1999), obra editada por las mismas autoras que contiene una variedad de artículos dedicados al tema, con una sección de educación superior y ciencia.

Los puntos en debate son claros: ¿la igualdad de oportunidades de acceso a las universidades agota las formas de segregación sexual en la academia? ¿se modifican los regímenes de género que tradicionalmente han operado en la vida universitaria? Diversos estudios comprueban que la distribución de poder y autoridad en las instituciones académicas mantiene un fuerte sesgo: a mayor jerarquía menor la cantidad de mujeres participantes. Siempre habrá excepciones, pero el número de mujeres en puestos ejecutivos de dirección es todavía insignificante.

En México la proporción de rectoras de universidades públicas nunca ha sobrepasado el diez por ciento. En la actualidad sólo hay dos: Dolores Cabrera, de la Universidad Autónoma de Querétaro y Marcela Santillán, de la Universidad Pedagógica Nacional. Otro tanto sucede en instituciones particulares, del sistema tecnológico y en el área científica. Esta última es particularmente reveladora: en el “acervo de recursos humanos en ciencia y tecnología” (personal ocupado en tales actividades) 44 por ciento son mujeres. En cambio, sólo una tercera parte de los integrantes del Sistema Nacional de Investigadores (en el nivel tres 18 por ciento) y apenas 20 por ciento de la Academia Mexicana de Ciencias corresponde al sexo femenino. Del total de becas al extranjero otorgadas desde 1971 por el Conacyt, siete de cada diez han sido para varones, aunque en la actualidad la distribución es 55-45 a favor de los hombres [S. Ortega, E. Blum y G. Valenti, Invertir en el conocimiento, México, Plaza y Valdés, 2001].

Parte de la explicación sobre la falta de equidad en las instituciones universitarias y científicas apela a razones históricas y sociológicas; los factores políticos y “micropolíticos” también están presentes, porque el mundo de vida académico es, entre otras cosas, una arena de la contienda democrática. En ésta, la perspectiva de género es decisiva.


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