La sociología funcionalista de los sesenta denominaba “sistemas ultra-estables” a aquellos con capacidad de enfrentar conflictos y contradicciones, superarlos y derivar de su solución nuevas energías para su desarrollo [véase: A. Etzioni, “Hacia una macrosociología: una perspectiva teórica”, Revista Mexicana de Sociología, vol. 29, núm. 3, 1967]. Un ejemplo es la universidad, que como institución ha conseguido transitar por diferentes épocas comprendiendo en su organización y funciones los principales desafíos intelectuales y sociales del entorno. Las universidades europeas del medioevo combatieron en su momento las ideas de la ciencia y el humanismo, por el riesgo que representaban para la ortodoxia católica. Pero fueron capaces no sólo de asimilar los valores de la ciencia y las humanidades, sino de convertirse en el ámbito por excelencia para la indagación de los fenómenos la naturaleza y el hombre.
Algo semejante habría de ocurrir con los valores la democracia. Las universidades modernas heredaron del iluminismo la fe en el progreso material y espiritual a través del conocimiento y también, a su manera, los valores de libertad e igualdad preconizados por el orden político emergente. El tránsito de la universidad del antiguo régimen al modelo liberal no fue un pasaje sin resistencias. Al contrario; como nos lo recuerda, en nuestro contexto, la obstinación de los gobiernos liberales del siglo XIX por cerrar la universidad hasta proceder a su clausura definitiva en 1865, por orden de Maximiliano. También por ello, Justo Sierra, en su alocución inaugural de la Universidad de México, deslindaba a la nueva institución de su antecesora real y pontificia. La demostrada capacidad de adaptación de la institución universitaria a ideas y valores de época es elocuente de su radical historicidad. ¿Hace falta subrayar su importancia en la generación y difusión de pensamiento crítico?, ¿es necesario recordar el papel que han desempeñado en la formación de los cuadros dirigentes de cada generación?
La problemática de la igualdad de oportunidades, en los términos del debate contemporáneo sobre el tema, es fundamental en la definición del papel social de las universidades, en especial las públicas. La pregunta ¿igualdad de qué? resume el centro de este debate en los últimos treinta años, desde la publicación del libro de John Rawls Una teoría de la justicia, cuya primera edición data de 1971 [en español: México, FCE, 1999]. Para el filósofo norteamericano, como para otros que se han inspirado en sus ideas, la igualdad formal de oportunidades no satisface el derecho de los ciudadanos de tener acceso a los bienes y servicios socialmente generados, ni resuelve la obligación distributiva del Estado al respecto. La igualdad formal, cuando es solo eso, representa una ventaja para quienes están en mejores condiciones de aprovechar las oportunidades disponibles y una desventaja para quienes, por circunstancias de origen o condición, tienen escasas posibilidades de competir.
La constatación de tal problema ha llevado a algunos especialistas a formular alternativas. Amartya Sen, por ejemplo, propone asegurar la formación de capacidades individuales para equiparar ventajas en la competencia. Ronald Dworkini, en su reciente Sovereign Virtue. The Theory and Practice of Equality [Cambridge, Harvard University Press, 2000], establece un doble requisito político para avanzar en el ideal igualitario: que el gobierno adopte las leyes y políticas que aseguren un destino para los ciudadanos con independencia de su condición de origen, y que el gobierno trabaje para posibilitar que tales destinos sean congruentes con las decisiones que los ciudadanos asumen en su proyecto de vida.
En el terreno universitario ¿cómo asegurar igualdad de oportunidades de acceso, permanencia y éxito a las personas con interés de cursar estudios superiores? Este dilema no es nada simple y ha sido objeto de un muy amplio debate internacional. Hasta ahora se coincide en: a) el deber de los gobiernos de ofrecer amplias y diferenciadas oportunidades de acceso al sistema a través de su expansión y diversificación; b) el deber de los gobiernos y de las instituciones de eliminar cualquier forma de discriminación no académica; c) el deber de los gobiernos de disponer medios de compensación (por ejemplo becas) para los solicitantes con menores capacidades económicas. Pero también se sabe que, librados a la pura competencia académica, los estudiantes con mejores posiciones económicas están siempre en ventaja, y que las propias instituciones tienden a establecer canales de desigualdad en aras de una mayor competitividad académica, por ejemplo requisitos de edad en ciertos programas, o grupos de “alto rendimiento” a los que acceden los estudiantes más dotados quienes, por lo general, son aquello que tienen condiciones para dedicarse exclusivamente al estudio.
Soluciones como la discriminación positiva de “grupos vulnerables”, los esquemas de voucher (becas para que los estudiantes pueden elegir la escuela de su preferencia), los cursos propedéuticos de ingreso o los sorteos en vez de exámenes de admisión, han mostrado más desventajas que posibilidades para resolver los problemas de desigualdad social frente a la selectividad académica. Hay quien piensa, como Luhmann, que este problema no acepta soluciones estructurales, porque opone valores contradictorios como son la igualdad versus la competitividad, pero sí soluciones de coyuntura: ampliar oportunidades académicas de buena calidad accesibles a la mayoría. Esa es hoy, probablemente, la responsabilidad central para un Estado que se comprometa en serio con la educación superior.