Hace una semana iniciamos una reflexión sobre la necesidad de una ley que norme, en sus aspectos generales, la operación del sistema de educación superior del país. Uno de los argumentos es de orden comparativo: otros países han conseguido establecer esquemas jurídicos de ese nivel bajo esquemas de coordinación y regulación acordes a sus realidades y proyectos. En esta segunda entrega nos concentraremos en presentar algunos casos que pueden ser de utilidad para contrastar nuestra situación.
Un primer ejemplo, el caso de España. En el contexto de la transición democrática de los ochentas, el sistema universitario español fue objeto de una reforma de amplio alcance, plasmada en la Ley de Reforma Universitaria de 1983. El nuevo marco legal configuró un sistema desconcentrado de universidades públicas, en que las responsabilidades de gestión y subsidio se comparten entre los gobiernos autonómicos y el Estado. Asimismo, auspició la regulación de establecimientos universitarios particulares, reservando al Estado la autorización de la denominación universitaria. Posteriormente, a finales de los noventa, la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas formó un comité de expertos encabezado por Josep M. Bricall, con el encargo de diagnosticar la situación de las universidades y elaborar opciones de cambio. En abril de 2000 fue presentado el reporte correspondiente, y aunque no todas las recomendaciones se plasmaron en políticas, su contenido sirvió de base para la elaboración de una nueva norma general: la Ley Orgánica de Universidades (LOU) de 2001.
Así, por ejemplo, sobre la promoción de la calidad, tema central del diagnóstico, el Informe Bricall propone la formulación de planes estratégicos en cada unidad universitaria, dentro de los cuales se estipulen programas específicos de calidad; la formación de unidades de evaluación radicadas en las Comunidades Autónomas, y el establecimiento de una agencia de acreditación independiente. Siguiendo esa recomendación, la LOU perfiló un esquema de evaluación, acreditación y certificación mediante instancias autónomas del sistema universitario y del Estado, pero sin desautorizar el trabajo de los grupos evaluadores integrados a propósito del Plan Nacional de Evaluación de 1995. En la LOU también quedaron plasmados objetivos de armonización del sistema de educación superior de España con los estándares y prácticas acordados en el marco de la Unión Europea, así como una nueva distribución de competencias entre los órganos del Estado, los del sector universitario, y con la representación de otras organizaciones interesadas en la gestión del sistema.
Desde su difusión como proyecto, la LOU española generó amplia polémica y aún la oposición de un nutrido contingente académico y estudiantil. Incluso el PSOE prometió su derogación si cambia el gobierno. No obstante, a la fecha la mayoría de las universidades públicas y privadas españolas han adecuado sus estatutos orgánicos a los lineamientos de la LOU y varias de las entidades de evaluación y acreditación previstas ya fueron instaladas y están operando.
Segundo ejemplo, las universidades latinoamericanas. Como se sabe, en la mayoría de los sistemas de América Latina las reformas universitarias de los noventa fueron marcadas por el cuño neoliberal. Ellas implicaron, entre otras medidas, la creación de nuevas modalidades y ofertas curriculares, el respaldo a la inversión privada, procesos de deshomologación salarial, diversificación del financiamiento, vinculación con el sector empresarial, integración de funciones de investigación y docencia, flexibilización curricular, inducción de mecanismos e instancias de evaluación, acreditación y certificación, etcétera. En varios países la reforma se acompañó de modificaciones al esquema normativo vigente, o bien el establecimiento de nuevos ordenamientos de carácter general. Entre los casos que pueden citarse están los de Chile (Ley Orgánica Constitucional de Educación, ley 18.962/1990), Colombia (Ley de Educación Superior, ley 30/1992), Argentina (Ley de Educación Superior, ley 24221/1995), Brasil (Ley de Directrices y Bases de Educación, ley 9394/1996), Ecuador (Ley de Educación Superior, ley 16/2000) y Venezuela (Ley de Educación Superior, en proyecto).
En México medidas y procesos similares fueron implantados y continúan desarrollándose con igual o mayor intensidad que los comentados. La diferencia es que, en nuestro contexto, tales cambios no han sido plasmados en un orden jurídico general, sino en una auténtica maraña de reglas ad-hoc establecidas, principalmente, por decreto. Ello supone que los poderes de la Unión no han trabajado en lograr una base mínima de acuerdo sobre la política de educación superior del país, una política de Estado, más allá de la aprobación por el Congreso del Programa Nacional de Educación del sexenio, formulado por el Ejecutivo Federal, que contiene el Programa Nacional de Educación Superior (PRONAES).
El déficit normativo no es una ventaja. En ausencia de reglas generales ¿qué limita al Estado para intervenir en los asuntos de las universidades? ¿Qué obliga a las instituciones a orientar sus prácticas conforme a una estrategia convenida? ¿Sobre qué bases puede funcionar, coherentemente, el sistema de educación superior? En tales circunstancias, la política tiende a colmar el vacío y las relaciones políticas a jugar su papel para equilibrar intereses. Pero apostar por la política, en lugar de por la ley, comporta riesgos estimables. Los abordaremos la próxima semana.