En el libro coordinado por Julio Rubio Oca, anterior subsecretario de educación superior, La política educativa y la educación superior en México 1995-2006: un balance (FCE y SEP, 2007), se lee: Una gran fortaleza de la política nacional en materia de educación superior es la continuidad que, desde la década de los ochenta, han tenido sus objetivos centrales en materia de cobertura, diversificación, federalismo descentralizador, equidad, calidad, pertinencia, gestión, planeación, evaluación y coordinación; evidenciados en los programas de desarrollo del sector educativo. (pág. 277).
No es difícil encontrar, en efecto, líneas de continuidad, aunque también rectificaciones y nuevos énfasis, en las políticas de educación superior desplegadas durante los últimos sexenios Entre éstas destacan las que corresponden a la evaluación; los sistemas de estímulo académico; el financiamiento adicional competitivo y la gradual federalización del subsidio. Además, como líneas de profundización, las desarrolladas a través de los sistema de indicadores de evaluación y gestión; los Programas Integrales de Fortalecimiento Institucional de las IES, los programas de becas; los nuevos fondos de apoyo extraordinario a las IES estatales y los esquema de acreditación.
Resulta claro que el Ejecutivo Federal, a través de un cierto repertorio de métodos e instrumentos, algunos de naturaleza normativa, otros basados en la negociación y la búsqueda de acuerdos, otros más por vía del condicionamiento de recursos presupuestarios, ha dejado en claro su interés por orientar el sistema de educación superior, de manera destacada el subsistema constituido por el conjunto de universidades públicas autónomas. Pero, aún si se dejan de lado consideraciones críticas acerca de la viabilidad, pertinencia, equidad y validez jurídica de las recomendaciones y lineamientos de política generados y operados desde el Estado, cabe preguntar si tales procedimientos son o no compatibles con el régimen de autonomía.
A finales de los sesenta y a lo largo de la década siguiente, el debate sobre la autonomía universitaria se centró en la jurisdicción territorial de los recintos universitarios. Autonomía no es extraterritorialidad se argumentaba en defensa de la intervención de la fuerza pública contra movimientos estudiantiles o gremiales. Más recientemente la discusión sobre la autonomía se centró en la pregunta ¿deben las universidades autónomas rendir cuenta de su ejercicio presupuestal a instancias de los poderes ejecutivo y legislativo? Entre ambos extremos el tema de la autonomía académica ha sido poco debatido, a pesar de que, se argumenta a menudo, la autonomía académica y de gobierno son consustanciales a la naturaleza universitaria, cuando menos para las universidades públicas autónomas por ley.
Sin entrar en honduras jurídicas, es claro que el texto constitucional resalta como componentes de la autonomía: a) el autogobierno de las instituciones; b) la libertad de cátedra e investigación; c) la autonomía del régimen académico universitario; d) la autonomía del régimen laboral del personal académico; y e) la capacidad de determinar el uso y objeto de gasto del patrimonio.
De la lectura de la norma constitucional sobre la autonomía se desprenden varios interrogantes: ¿Es compatible el régimen de autonomía académico-laboral frente a criterios y normas que determinan el perfil académico deseable de las instituciones y del personal académico? ¿Es afectada la autonomía de gestión por la inducción de políticas tales como la reorganización institucional a partir de Dependencias de Educación Superior y Cuerpos Académicos? ¿Interfieren en el régimen autonómico regulaciones tales como los Lineamientos Generales para la Operación del Programa de Estímulos al Desempeño del Programa Docente de Educación Media Superior y Superior de la Secretaría de Hacienda, que fijan los criterios base para la ponderación del desempeño del profesorado universitario para acceder a los estímulos? ¿En qué medida los criterios y estándares de los distintos cuerpos de evaluación y acreditación, externos a las universidades, determinan el perfil de los planes y programas? ¿En qué grado se inhibe la innovación en aras de la acreditación?
En el fondo, la pregunta que subyace a estas interrogantes puntuales se resumen en la siguiente: ¿Es suficiente, al día de hoy, el marco constitucional para asegurar los derechos y garantías de la autonomía universitaria?
Mi opinión personal es que no es suficiente y que podría explorarse la opción de construir una iniciativa de Ley de Autonomía Universitaria, reglamentaria de la fracción VII del Artículo Tercero Constitucional. Esta iniciativa, cuyo diseño tendría que ser encabezado por la UNAM, con la concurrencia de las universidades públicas autónomas, buscaría perfeccionar el alcance de las facultades autonómicas con referencia, entre otros aspectos, a las políticas públicas de educación superior, el acceso a los recursos públicos autorizados por el Congreso, los órganos competentes de fiscalización, los destinatarios de la rendición de cuentas, y en general la competencia de las instituciones para determinar, sin interferencia, sus modelos de organización y gestión, así como el perfil del personal y la carrera académica. No menos importante, la creación de plazas académicas, las reglas de los estímulos, el régimen de jubilación entre otros aspectos laborales.