El proyecto universitario ha logrado subsistir en el tiempo gracias a su capacidad de respuesta a los problemas y desafíos que, en distintos momentos de la historia, se le han planteado y ha conseguido remontar. La universidad cambia al readecuar sus formas de trabajo y gobierno, la orientación de sus funciones básicas, así como el sentido de sus pactos, reglas de actuación y marco de expectativas ante las instancias de la sociedad y el Estado que operan como su referente inmediato.
En el plano internacional son abundantes los diagnósticos sobre la actual situación de la universidad y acerca de sus perspectivas a futuro. Algunos autores acentúan las dificultades de preservar el proyecto universitario en presencia de otras agencias y agentes productores de conocimiento, aparentemente más eficaces y rentables. Otros hacen ver que la proliferación de establecimientos e instituciones con capacidades de instrucción profesional resta centralidad a la universidad clásica y apunta hacia los límites de su modelo histórico. Otros más advierten las dificultades que enfrenta la universidad pública para coincidir con los lineamientos de política pública del Estado neoliberal. Hay quienes, por último, reconocen o reafirman su confianza en la capacidad de la institución para marchar al ritmo de las innovaciones y, más aún, para generar la dotación de conocimientos que de sustento a los sistemas económicos y culturales de innovación y creatividad.
Si sólo se considera la profunda raíz cultural del modelo occidental de universidad, así como la carga simbólica de la institución depositada en el imaginario de la sociedad, parece poco sensato discutir acerca del fin de la universidad como un escenario probable en los límites del futuro discernible. Sin embargo, remitirse a la tradición casi milenaria de la universidad no alcanza para conjurar sus problemas más apremiantes. Al contrario, se corre el riesgo de subestimar el peso de factores tales como la transición demográfica, la insuficiencia crónica de recursos, la ausencia de canales de comunicación y transmisión ágiles entre la universidad y el mundo productivo, así como entre la universidad y el Estado. En el presente ensayo nos vamos a referir a algunos de estos temas, sin ánimo de agotar el elenco de aspectos de la problemática, pero con criterios de relevancia y oportunidad. Se trata de abordar la siguiente cuestión: a la luz de la actual dinámica universitaria ¿cuáles son los problemas que reclaman atención inmediata para revitalizar la opción de una universidad pública y autónoma, con un papel central en la generación de capacidades profesionales, científicas y humanísticas?
De la universidad de los jóvenes a la universidad de formación permanente
La universidad moderna se afirmó como el tramo superior de la formación escolar y, por lo tanto, como un ámbito habitado por dos categorías exclusivas, los adultos que enseñan e investigan, y los jóvenes que acuden a la universidad a ser formados para actuar en el mundo como profesionales preparados en alguna disciplina particular. En algunas regiones del mundo desarrollado -Europa en su conjunto es el mejor ejemplo- esta relación comienza a perder sustento demográfico. Como efecto de los cambios en el patrón de crecimiento poblacional desde los años sesenta, en la actualidad tiende a disminuir el número de jóvenes que demandan educación superior, lo que está ocasionando, naturalmente, problemas del lado de la oferta. Este fenómeno ha comenzado a ocurrir también, aunque con otra fenomenología, en los países del Cono Sur latinoamericano. En algunos casos se reaccionó mediante ajustes a la planta académica, por ejemplo mediante el expediente de la pre-jubilación, en otros mediante esquemas de contratación de personal docente a acuerdo al volumen de la demanda real y sus proyecciones. Una tendencia asociada a esta dinámica ha sido la apertura de programas de postgrado o actualización profesional para capturar un nuevo “mercado” estudiantil.
Si bien los modelos universitarios centrados en la formación permanente se sustentan en la transición demográfica apuntada, hay otro elemento que refuerza la tendencia. Aquel que tiene que ver con la rápida obsolescencia de conocimientos profesionales y con el agotamiento de nichos de mercado en el sector laboral profesional. El reciclamiento de competencias, la posibilidad de una segunda o tercera formación, o simplemente la actualización de conocimientos están a la orden del día y abren un escenario para pensar la universidad más que como una etapa del ciclo de vida, como una instancia abierta a la demanda en diferentes puntos de la trayectoria laboral del sujeto.
Hay que decir que no en todos los países se vive el mismo fenómeno de transición. En México el ciclo es todavía temprano, lo que quiere decir que en los próximos quince años continuará creciendo aceleradamente la demanda de estudios superiores y debería ser prioridad concentrarse en este problema antes que alinearse a los modelos de ciclo largo (licenciatura más postgrado) o de formación permanente a gran escala que ya se experimentan en otras partes del mundo.
La universidad y el mundo del trabajo
Históricamente la universidad ha recogido la demanda social de preparación de las nuevas generaciones hacia el mundo del trabajo profesional. En la realidad del presente se vive, en todo el mundo, una especie de saturación de esa posibilidad y un quiebre de las expectativas sociales al respecto. Como tal, el título profesional ya no garantiza, prácticamente en ningún sitio, una colocación segura ni la permanencia en un puesto de trabajo con actividades y remuneraciones adecuadas a la preparación. Así las cosas, el mecanismo emergente de solución ha consistido en la renovación de la pauta de segmentación social del sistema, en función de la calidad (real o pretendida) de las instituciones y programas que lo integran. Los métodos de “ranking”, los exámenes generales de egreso, y los diplomas suplementarios al título se establecen como procedimientos para que los potenciales empleadores puedan seleccionar a los candidatos más adecuados al puesto ofrecido.
Pero aumentar la información que genera el sistema no es suficiente. Al contrario, da lugar a nuevos mecanismos de discriminación que, a menudo, transitan por las mismas vías de la segregación social de las oportunidades. ¿Cómo entonces enfrentar el problema de la empleabilidad de los egresados universitarios? En primer lugar, reconociendo que es un problema social de primera importancia que amerita la consideración pública y el desarrollo de políticas de Estado al respecto. En segundo lugar, estableciendo nuevos dispositivos académicos que ofrezcan a los estudiantes mejores oportunidades para aprovechar las diferentes posibilidades de inserción en el sector laboral de las profesiones. En tercer lugar, estableciendo programas de observación puntual de la dinámica del mercado profesional tales que brinden información no sólo al sector de empleadores sino, principalmente, a la demanda laboral, es decir a los egresados universitarios y a la propia universidad para adecuar su propia oferta de estudios y formaciones.
La universidad como mundo de trabajo
En sí misma, la universidad es un ámbito laboral en el cual desempeñan actividades especializadas –docencia, investigación, difusión y sus combinaciones- un grupo específico: los académicos. En México, al igual que en otras partes del mundo, comienza a vivirse el problema del envejecimiento del plantel académico y la dificultad de renovar el segmento correspondiente. Aunque el tema de las pensiones y condiciones de jubilación aparece como el aspecto más apremiante del problema, no es el único. Quizás el ángulo más interesante de la discusión surge de la pregunta ¿Cómo aprovechar productivamente la experiencia de un grupo de profesionales altamente especializado, que ha entregado a la universidad el fruto de su formación y de su proceso de creación y transmisión de conocimientos?
Antes que un ángulo romántico de respuesta -que seguramente recaería en la necesidad de establecer sistemas de premio y reconocimiento a la población académica de más edad y de trayectoria relevante- lo que se busca resolver tiene que ver con la necesidad de todo sistema de producción basado en la creatividad de aprovechar experiencia acumulada con fines de eficiencia y eficacia en la toma de decisiones y en la operación de procesos.
Así colocada la discusión, el tema que se apunta guarda relación con los mecanismos de adscripción de la planta académica y con los mecanismos interinstitucionales de movilidad. En México, hasta la fecha y a diferencia de lo que ocurre en otras realidades, el académico contratado por una universidad determinada, tiene muy pocas posibilidades de moverse entre instituciones a menos que esté dispuesto a aceptar los riesgos de una nueva contratación. Mientras mayor la edad de los académicos, menores sus posibilidades de movilidad, menores las opciones de aprovechamiento de su experiencia, y menores al cabo las posibilidades de solución al problema del envejecimiento de la planta. Para romper el círculo vicioso es necesario idear nuevos esquemas de movilidad que, sin restar derechos adquiridos en la institución de origen, permitan a los maduros desplazarse entre instituciones y, por ejemplo, ofrecer a las universidades más jóvenes el futro de su trayectoria y el valor de sus contactos académicos.
Universidad autónoma ¿al servicio de la sociedad o al servicio del Estado?
A querer y no, en México se vive una suerte de retorno al modelo de universidad bonapartista que inspiró la creación de las primeras instituciones de educación superior en el país. La Universidad Nacional antes de su autonomía, el Politécnico, la Escuela Normal Superior, y otras escuelas nacionales, surgieron con la función, delegada por el Estado, de formar cuadros profesionales y técnicos relevantes, así como realizar la investigación necesaria, para sustentar el proyecto nacional de desarrollo definido y modulado por el régimen.
La autonomía universitaria brindó a la UNAM y al conjunto de las universidades públicas de los estados, la posibilidad de desarrollar sus funciones académicas con base en criterios de libertad de cátedra e investigación, al margen o fuera de decisiones coyunturales de política pública. Esta situación ha cambiado con la progresiva ingerencia del Estado en la toma de decisiones sobre el perfil deseable del académico universitario, la determinación de modelos de desarrollo académico, y la insistencia en orientar bajo determinado patrón la oferta de licenciaturas y postgrados.
Fuera de la cuestión de si los recursos aportados por el gobierno para el fortalecimiento de las universidades públicas y la mejora de sus sistemas de gestión académica las ha beneficiado, sobresale la pregunta acerca de la capacidad de las universidades autónomas para determinar sus propios modelos académicos, el perfil de su plantel, y las orientaciones de sus prácticas de investigación y de sus programas curriculares.
Está claro que el Estado facilita una forma y un modelo de coordinación de las autonomías universitarias pero ¿es la única posibilidad? En otros países se han seguido opciones diferentes que valdría la pena considerar. Por ejemplo, la operación de consejos de educación superior de nivel regional y nacional, que marcan las prioridades universitarias considerando los intereses representados en dichos consejos. Otro ejemplo, el papel que desempeñan los consejos de rectores o los gremios profesionales en la modulación de tales prioridades.
Sin duda alguna, si se acepta el valor académico de la autonomía, hoy resulta necesario deliberar, debatir y decidir en torno al dilema: la universidad pública y autónoma del futuro ¿debe ser coordinada por una entidad gubernamental, o debe ser coordinada por una instancia social a su vez autónoma del Estado?
Una solución de esta naturaleza es eminentemente política y, como tal, no asegura la solución del tema financiero en las universidades públicas. Sin embargo abre perspectivas también en ese terreno. Si se establecen consejos regionales con una adecuada representación social, y un consejo nacional también con una adecuada representación social, entonces estos organismos pueden operar como enlace en la definición de montos y distribuciones de los presupuestos para las instituciones. A la fecha el esquema se reduce a la interacción entre los rectores, su representación colectiva y las instancias del Estado que deciden la distribución de los recursos. Ese es un esquema insuficiente y vale la pena explorar alternativas.