Es de Quevedo la sentencia “Dios te libre, lector, de prólogos largos y de malos epítetos”, la traigo a cuento después de haber leído, hoy hace una semana, el encabezado principal de la Gaceta UNAM: “Arrasa la UNAM en el Premio Nacional de Ciencias y Artes”. Mala cabeza por varias razones, pero vamos por partes.
Con excepción del área de artes y tradiciones populares, el premio otorgado anualmente por el Estado se entrega a individuos como un reconocimiento a la excepcional calidad de su obra y trayectoria profesional. Consiste en una medalla, un diploma y una cantidad en numerario que se entrega a los seleccionados entre una lista de candidatos. Como tal, se trata de un premio personal y no de un reconocimiento institucional. No es poco frecuente, sin embargo, que las instituciones se adjudiquen, por extensión, méritos de sus integrantes, también es común que los galardonados reconozcan y ponderen su adscripción institucional. Pero, ¿arrasar?
Arrasar es allanar, echar por tierra, destruir. La prensa deportiva acude a esa expresión para significar no un triunfo ordinario, sino la victoria que deja al adversario sin aliento. Está bien, los académicos de la UNAM ganaron merecidamente ocho de los diez premios en juego, pero en nuestro medio ninguno arrasa a los demás. Se trata de los premios nacionales de ciencias y artes, no de un partido de los Pumas.
Es de dudarse que los universitarios galardonados se reconozcan en el anuncio de la Gaceta, al contrario. Son personas inteligentes, como académicos tienen la costumbre de la generosidad, son solidarios, no competitivos en el sentido corriente del término.
¿De dónde y para qué ese sentido de competencia? ¿Es parte de la recomposición de imagen buscada por la Universidad Nacional después del conflicto de 1999? ¿Se inscribe en el contexto de la negociación del presupuesto para el próximo año? ¿Se trata sólo de insuflar orgullo y sentido de identidad a la comunidad azul y oro? ¿O es otra cosa? Independientemente de las cuestiones que pretenda resolver, tal manera de presentar los logros y reconocimientos de la Universidad Nacional —el encabezado que ahora lo ejemplifica no es más que un botón de muestra— se siente innecesariamente agresiva. Sobre todo porque la autoridad universitaria ha hecho patente su disposición para profundizar los vínculos cooperativos que mantiene la institución con distintos ámbitos académicos, políticos y sociales.
Hay que insistir, la palabra clave del liderazgo universitario es cooperación, no competencia. Históricamente esa ha sido una de las mayores fortalezas de la UNAM: capacidad de irradiación de conocimientos, prácticas y recursos hacia otras agencias y entidades académicas. En eso consiste su condición de nacional, más que en la distribución territorial de sus dependencias de investigación y docencia.
Si, como se sabe, en materia de comunicación, medio y mensaje son indisolubles, ¿conviene el estilo laudatorio al órgano oficial de la Universidad? Sin necesidad de autoelogio, reconocimientos como los premios nacionales, el lugar alcanzado por la UNAM en la clasificación elaborada por la Universidad de Shangai, las letras doradas en la Cámara de Diputados y varios otros más, son elocuentes en sí mismos y debiera bastar con informar al público de ellos.
Sobre todo porque el enfoque propagandístico, cuando se origina en medios oficiales, resta credibilidad al contenido informativo. Desde luego no se recomienda, ni mucho menos, dejar de comunicar los éxitos de la Universidad y de sus comunidades, sean éstos académicos, culturales, deportivos o de cualquier otra índole. Pero quizá el empleo de un estilo menos estridente, que proteja a la institución de críticas de triunfalismo, iría más acorde con la imagen de una universidad democrática.
En las últimas semanas hemos discutido en esta columna los riesgos de una adaptación acrítica de fórmulas de gestión empresarial, entre ellas, la publicidad de ventajas comparativas. La universidad pública acrecienta su fortaleza y autoridad moral en la medida en que es capaz de proponer vínculos sociales relevantes. Lo importante es, entonces, aquello que nos une con los demás, no aquello que nos distingue y separa del resto. Por eso, la insistencia en generar un paradigma de liderazgo basado en la legitimidad colectiva antes que en formas de competitividad que son excluyentes por definición.
En los tiempos que corren, un liderazgo de esta naturaleza se vuelve indispensable. Dejemos para mejor ocasión el discurso de la excelencia, y los epítetos que nos califican como “los mejores” y “los más fuertes” y “los más capaces”. Que nos baste hacer bien, en toda ocasión, aquello que la sociedad espera de nosotros.