Además del subsidio gubernamental, las universidades públicas han buscado allegarse recursos complementarios mediante distintas fórmulas, entre las cuales sobresale el cobro de derechos de matrícula y otros servicios escolares, la “incorporación” de planes de estudio de escuelas particulares, la oferta de servicios y productos, el usufructo de recursos patrimoniales, y otras opciones de menor relevancia económica. De las cuotas y colegiaturas nos ocupamos hace unas semanas (Campus Milenio, números 119 y 120). Iniciaremos ahora la revisión de aspectos tales como la incorporación de estudios en instituciones privadas y la comercialización de productos y servicios.
En México la ley permite a los particulares impartir educación siempre y cuando, en caso de la educación preescolar, primaria, secundaria, normal y demás para la formación de maestros de educación básica, se obtenga previamente autorización expresa del Estado (Art. 3ro. Constitucional y Art. 54 de la Ley General de Educación). Para el caso de los demás tipos y modalidades educativos, en donde se incluye a la educación media superior y superior, la norma federal establece la posibilidad de que los particulares obtengan un “reconocimiento de validez oficial de estudios” (LGE, Art. 54). ¿Por qué si la ley no obliga a los particulares a validar sus planes de estudio de bachillerato y licenciaturas, en la práctica el registro oficial es visto como un requisito indispensable?
Por varias razones, la primera es que sólo los egresados de programas reconocidos pueden continuar estudios fuera de su institución de procedencia. En segundo, porque las leyes de profesiones, en el Distrito Federal y en los estados de la República, exigen que los títulos expedidos por las universidades cuenten con ese aval. En tercero, pero no menos importante, por un argumento comercial: aunque la ley posibilita la docencia superior al margen del registro oficial, los particulares quedan obligados a declarar públicamente esa condición, lo que les resta demanda de mercado.
Existen tres instancias autorizadas para los efectos de convalidación de programas de enseñanza media superior y superior: la autoridad educativa federal, las autoridades educativas estatales, y las instituciones universitarias públicas que cuentan con esa atribución sancionada en sus leyes orgánicas. Al tratarse de atribuciones de orden concurrente, las instituciones particulares están en condiciones de optar por el tipo de autorización que mejor convenga a sus intereses. Debe hacerse notar, en este punto, que los certificados, títulos y grados concedidos en cualquier entidad de la República, tienen validez nacional una vez oficializados.
Las universidades públicas autónomas con derecho de incorporación cuentan, en consecuencia, con un instrumento de complemento financiero cuyas contraprestaciones básicas consisten en la revisión, asesoría, supervisión y seguimiento de los planes y programas de estudio de las instituciones privadas que optan por ese reconocimiento. Estos derechos se traducen en cobros anuales por estudiante inscrito en la institución incorporada, a través de un estipendio que se añade explícita o tácitamente a los costos de inscripción o a las colegiaturas.
Además de apoyo en sus procesos de planeación y gestión académica, así como del aval ante la autoridad gubernamental competente, las instituciones que someten sus programas a la modalidad de incorporación, buscan sumar a su nombre el prestigio de la institución que las incorpora. Algo más, en casi todos los casos, la incorporación institucional da lugar a otros servicios y beneficios para estudiantes y personal docente de la institución incorporada, incluso a ser considerada parte del sistema universitario respectivo.
Desde el punto de vista económico, las ganancias por servicios de incorporación son poco significativas como proporción del gasto total, aunque representan un ingreso constante para la entidad receptora. En la UNAM, con el sistema incorporado de mayor amplitud en el país, los ingresos captados suman más de 120 millones de pesos al año, lo que es aproximadamente el 10 por ciento de sus ingresos propios, menos del uno por ciento de su gasto anual, pero más del 90 por ciento del concepto “cobros por servicios educativos”.
En la Universidad de Guadalajara, una de las pocas instituciones que ofrecen al público información desglosada y puntual sobre sus ingresos propios, los recursos provenientes del rubro “aranceles por RVOE”, ascendieron en 2004 a poco más de 35 millones de pesos, lo que equivale al 7.5 por ciento de sus ingresos propios, al 35 por ciento de sus ingresos por servicios escolares, y al 0.7 por ciento del gasto anual ejercido.
En otra época, la Universidad Nacional, y en su ámbito las universidades públicas de los estados, brindaban servicios de incorporación a la mayoría de las universidades particulares. En el presente, sin embargo, las universidades de mayor prestigio han logrado condiciones de reconocimiento directo por parte de la SEP, y las universidades en vías de consolidación han optado por la obtención del RVOE gubernamental y por los mecanismos de acreditación de FIMPES o COPAES. El caso del bachillerato es distinto por las oportunidades que suelen ofrecerse a los alumnos adscritos al sistema.
Quedan por resolver varias cuestiones. ¿Es correcto que los alumnos de preparatorias y universidades privadas coadyuven al sostenimiento del sistema público mediante los derechos de incorporación? ¿Es correcto que las universidades públicas concedan preferencia a los estudiantes de escuelas incorporadas? Si la respuesta es afirmativa en ambos casos, estamos ante un dilema de no fácil solución entre lo público y lo privado.
Históricamente, el mecanismo de incorporación de estudios cumplió una función de suplencia o complemento a la obligación del Estado de validar la educación media superior y superior que imparten los particulares. Pero en la actualidad, una vez que el Estado dispone de medios más eficientes para el control de la calidad académica de los programas, quizás sea hoy el momento oportuno para revisar su viabilidad y pertinencia.