El propósito de conformar sistemas estatales de educación superior ha estado presente en la agenda de políticas desde finales de los setenta. En aquel momento se propuso, al seno de la ANUIES, la necesidad de articular un sistema nacional de planeación mediante la creación de instancias de alcance regional, estatal e institucional a partir de la Coordinación Nacional para la Planeación de la Educación Superior (CONPES), creada en 1974.
Producto de esa iniciativa se estableció en 1978 el Sistema Nacional de Planeación Permanente de la Educación Superior (SINAPPES), cuya propuesta consistía en el funcionamiento de una red de coordinación que comprendería, como instancias operativas del sistema, la instalación de unidades de planeación (UIP) en todas las IES participantes, 31 comisiones estatales para la planeación de la educación superior (COEPES), 8 consejos regionales para la planeación de la educación superior (CORPES) y la propia CONPES.
El mismo año se aprobó la Ley para la Coordinación de la Educación Superior (LCES) en la cual, sorprendentemente, no fue incorporado el SINAPPES, pese a existir acuerdo entre la SEP y las universidades públicas para que la nueva organización fungiera como cadena de transmisión entre la autoridad educativa federal, las autoridades estatales y las IES. Probablemente esa falla de diseño ocasionó que, con el tiempo, el SINAPPES perdiera consistencia y relevancia, y que las funciones de planeación asignadas se concentraran, de nueva cuenta, en la SEP. No obstante, sería injusto concluir que el SINAPPES fue un fracaso redondo. De hecho, la CONPES fue el vehículo fundamental para la gestación y orientación del actual sistema de evaluación de la educación superior.
Por su parte, las unidades de planeación institucional integradas fueron, en múltiples casos, la células que dieron lugar a esquemas de planeación institucional dentro las IES, en cuya base han radicado procesos de transformación más o menos relevantes. De los COEPES puede afirmarse un desempeño heterogéneo. Algunos de ellos cumplen funciones de coordinación de alcance estatal eficientes, más aun cuando han sido facultados con atribuciones concretas como, por ejemplo, participar en el proceso de autorización de los reconocimientos de validez oficial de estudios (RVOE) que emiten las autoridades estatales. Otros operan como ámbitos de intercomunicación de las IES, y algunos más sólo existen en el papel. La CONPES sigue existiendo aunque, en la práctica, todo lo que debería hacer lo hace la Subsecretaría de Educación Superior, eventualmente en coordinación con la ANUIES, o bien a través de relaciones directas con las IES del sistema.
En el marco de la "transición" del año 2000, la ANUIES elaboró un amplio conjunto de propuestas para el nuevo gobierno, las cuales se incluyeron el el documento "La educación superior hacia el siglo XXI". En una de ellas se establece el objetivo de avanzar hacia la configuración de 32 sistemas de educación superior, uno por cada entidad federativa. Esta posición fue reafirmada por el equipo de trabajo encargado de perfilar las políticas públicas de la presidencia de Vicente Fox y, asimismo, incluida en el Programa Nacional de Educación 2001-2006.
A seis años de distancia, podría concluirse que tal línea de trabajo fue una de las menos desarrolladas durante la administración que se extingue. Pero tal juicio no puede pasar por alto dos temas correlativos. En primer lugar, que el excesivo grado de centralización de las políticas es inevitable en tanto no cambie el marco regulatorio vigente.
Por ejemplo, la normativa de distribución de los recursos federales para el sector obliga a la SEP, en el caso de los fondos autorizados a programas como el FOMES y el PROMEP o las becas del PRONABES, a la emisión y cumplimiento de reglas de operativas que, por definición, refuerzan el enfoque centralista del esquema distributivo.
Aunque ha ocurrido una gradual transferencia de recursos a las entidades para que éstas refuercen sus sistemas y proyectos educativos, fundamentalmente a través del Ramo 39 del presupuesto de egresos de la federación, el centralismo presupuestal, tanto como los vacíos normativos que subsisten, siguen siendo obstáculos para que se cumplan las líneas federalistas de la política de educación superior. Si no cambian estos factores será muy difícil renovar las prácticas de conducción y coordinación del sistema.
En segundo lugar, que para muchos actores del sistema, aunque no lo reconozcan, el modelo centralista sigue siendo la mejor opción, sencillamente porque evita una supervisión rigurosa de las prácticas, limitándose a vigilar el cumplimiento de requisitos formales debidamente sistematizados y reportados a tiempo. Además, porque dicho modelo evita las fricciones que siempre ocurren en los entramados políticos locales.
A estas alturas, sin embargo, el tamaño del sistema, su diversidad y heterogeneidad, hacen inviable continuar en la misma senda. En ese sentido es impostergable emprender seriamente, con los necesarios apoyos legales, presupuestales y de organización del caso, la transición hacia una auténtico sistema federal de educación superior. Y por ello, uno de los principales retos de las nuevas políticas consiste en consolidar, efectivamente, sistemas estatales de educación superior.