Desde hace prácticamente veinte años se ha insistido en que uno de los problemas más importantes de la educación superior del país consiste en la concentración excesiva de la demanda estudiantil en un número limitado de carreras, en particular las del área de ciencias sociales, aunque también en las disciplinas de la salud.
El argumento: es que todos los estudiantes quieren ser médicos, abogados o contadores, lo que implica una excesiva saturación de la matrícula en torno a tales profesiones, y a la postre la disminución de puestos laborales e ingresos satisfactorios. Suele aludirse, por ejemplo, a la clásica imagen del abogado taxista o del médico promotor de productos farmacéuticos: el subempleo profesional.
¿Qué solución se propuso para diversificar la oferta, modificar las tendencias hacia la saturación y evitar el deterioro de las condiciones del mercado de las profesiones? Una sola: apoyar al área de las disciplinas tecnológicas para obtener un mejor balance en la oferta de estudios superiores. Se pensaba, se sigue pensando, que la opción en favor de la educación superior tecnológica habría de generar recursos e incentivos al desarrollo económico del país, al desarrollo productivo de las regiones y a las diversas ramas de la industria y las manufacturas.
Con esas ideas en mente, se crearon las universidades tecnológicas y posteriormente las politécnicas. Desde la segunda mitad de la década noventa y con gran intensidad en el primer decenio de este siglo se multiplicaron planteles del sistema de institutos tecnológicos. Asimismo se generaron incentivos para la apertura de programas de base tecnológica en las universidades públicas e incluso se establecieron reglas de prioridad en los programas de becas para motivar a los estudiantes a cursar programas del área.
Por supuesto, no un complot pero sí una política pública clara y explícitamente orientada a reconfigurar la composición de los estudios profesionales del país. En algunos aspectos ha sido una política exitosa. Hacia el año 2000, apenas un 15 por ciento de la población escolar en estudios superiores correspondía a carreras del área tecnológica. Al día de hoy más del veinte por ciento cursa estudios de ingeniería, en sus múltiples especialidades, arquitectura, o en otras vertientes tecnológicas. Si se toma en cuenta sólo la oferta pública de educación superior, la proporción tecnológica supera tranquilamente el veinticinco por ciento del total.
A diferencia de otras áreas de conocimiento -salud, educación y humanidades-, el campo tecnológico mantiene una robusta tendencia de crecimiento. En promedio añade un punto porcentual cada año a su participación en la distribución total. Lo que es más, a partir de esta política México se sitúa hoy en una posición internacional sobresaliente en la que respecta al número y proporción de ingenieros inscritos en las IES del sistema, así como en el número de graduados del área.
Los cuadros que acompañan esta primera entrega son elocuentes: del grupo de países seleccionados (Argentina, Brasil, Chile, Francia, Corea del Sur, España y Estados Unidos), México sólo es superado por Corea en la proporción de estudiantes de ingeniería. La proporción de estudiantes mexicanos de ingeniería es más del doble que la correspondiente en Argentina, Brasil y Estados Unidos.
La tendencia se repite en la proporción de ingenieros que se titulan por año. La distribución mexicana es similar a la coreana aunque con una diferencia muy notable. En aquel país la proporción de graduados de ingeniería es de 26.6 por ciento y la de humanidades 18.2 por ciento. En México, del total de titulados por año (hoy en día cerca de setecientos mil) un 20.0 por ciento son ingenieros pero sólo 4.9% provienen del área humanística.
Asimismo, es notable que en todos los países seleccionados la proporción de matrícula y titulados del área de ciencias de la salud es mayor, incluso mucho a mayor, a la correspondiente mexicana. En Chile y Estados Unidos es casi el doble.
Cuadro 1.