Confluyen en el término calidad dos vertientes semánticas, no son contradictorias pero sí distintas. La primera, la más común en el lenguaje ordinario, identifica la noción de calidad con la superioridad o excelencia de determinada cosa o proceso en comparación al resto de su clase. En la mayoría de los diccionarios de lengua castellana esta definición es la que aparece en primer término. Una segunda vertiente, íntimamente relacionada con los métodos modernos de control de calidad y con la supervisión y certificación de procesos, se define en términos de la “adecuación de un producto o servicio a las características especificadas.” Esta última definición es recogida por el Diccionario de la Real Academia Española en su vigésima tercera edición, aún en revisión pero ya disponible en línea.
En el campo educativo, entender la calidad en su primera vertiente implica operar mecanismos de evaluación que permitan discernir, en un análisis comparativo, los buenos de los malos elementos. Así es como suelen funcionar, desde siempre, los exámenes que se practican a estudiantes e incluso a profesores. En última instancia, de lo que se trata es de filtrar y depurar para que solo permanezcan en el sistema quienes consiguen superar todas las evaluaciones. La recia raigambre histórica y cultural de esta manera de entender la evaluación educativa da lugar a una suerte de legitimación intuitiva del procedimiento.
La evaluación como sistema para asegurar un cierto nivel de calidad mediante filtro y depuración tiende a chocar, sin embargo, con valores básicos de la educación. La fórmula de “igualdad de oportunidades” es acaso una solución provisional al dilema entre ofrecer posibilidades a todos para finalmente seleccionar a los mejores. En el debate internacional sobre el tema se ha alcanzado cierto consenso sobre la necesidad de abordar este problema generando nuevas alternativas.
Así, por ejemplo, tanto la UNESCO como la UNICEF, en el programa mundial de Educación de Calidad para Todos, distinguen cinco dimensiones que caracterizan a una educación de buena calidad: el entorno de aprendizaje, el contenido, los procesos, los resultados y la aportación de los estudiantes. Desde esta perspectiva, el reto fundamental consiste en cómo logar que la totalidad de los alumnos alcancen los objetivos de aprendizaje propuestos y que este logro signifique, en efecto, una ventaja en las condiciones de vida de sus destinatarios. Se trata no de una perspectiva “competitiva” del proceso educativo, sino de otra que acentúa la importancia de la equidad de resultados, más allá de la igualdad en las condiciones de acceso.
Si no es mediante una competencia interna entre los sujetos participantes, ¿cómo se puede asegurar la consecución niveles satisfactorios de calidad? Un camino explorado primero en el mundo desarrollado y más tarde en otros sistemas, se relaciona con la definición de estándares de logro y desempeño. Una vez definidos, los estándares (por ejemplo curriculares) son un marco de referencia general para medir y evaluar resultados. A diferencia de la evaluación endógena, de lo que se trata en esta vertiente es que todos los participantes logren el cumplimiento de los estándares. Esta perspectiva, como podrá notar el lector, se aproxima claramente a la segunda acepción del término calidad comentada al inicio del artículo.
Desde los años ochenta, en los países del mundo anglosajón se experimentó una fuerte corriente en esta dirección. Uno de los dilemas más complejos se derivó del entrecruzamiento de las políticas de definición de estándares nacionales y las de descentralización o federalización de los servicios. En Estados Unidos, por ejemplo, se convino en que los estándares curriculares para la educación básica fueran convenidos por las autoridades estatales, lo que, naturalmente, dificultaba el objetivo de conseguir una base común de alcance nacional. En otros casos, como Inglaterra, Australia y Nueva Zelanda, y más recientemente en Chile, la mayor parte del debate se ha centrado en quiénes participan y cómo se definen los estándares educativos.
En México, el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) ha estado muy atento a las nuevas corrientes de evaluación y certificación de la calidad educativa a través de estándares. Primero, en el sexenio de Vicente Fox Quezada, el sindicato magisterial encabezó los trabajos de un grupo internacional integrado para la definición de una guía aplicable a los propósitos de certificación de procesos de gestión educativa dentro del estándar ISO-9000. El trabajo de dicho grupo, bajo la presidencia de Elba Esther Gordillo, culminó en 2003 con la integración del documento “IWA-2: Quality management Systems: Guidelines for the application of ISO 9001:2000 in education”, aceptado y publicado por la Organización Internacional de Estandarización (ISO).
EN 2004, la IWA-2, traducida al español, se incorporó al sistema de normas mexicanas bajo la denominación NMX-CC-IMNC-2004. En 2006 se celebró una reunión del grupo internacional, en Busan (República de Corea), para la revisión y difusión de la IWA-2, resultado de la cual fue la actual versión de la guía, la IWA-2: 2007.
Al inicio de la administración de Calderón Hinojosa, antes de la Alianza por la Calidad de la Educación (ACE), el SNTE avanzó sobre el objetivo de determinar una norma mexicana de calidad educativa, esta vez bajo la fórmula de las Normas Oficiales Mexicanas. El proyecto respectivo, titulado “Norma Oficial Mexicana del Servicio de Calidad en la Educación Básica Obligatoria” fue recogido en el programa sectorial, aunque, por varias razones no culminó como había sido propuesto. En lugar de ello, el SNTE, con respaldo de la Subsecretaría de Educación Básica, se abocó a la definición de estándares curriculares y de desempeño docente en la educación obligatoria. Seguimos con esto la próxima semana.