El Pacto por México, suscrito hace un año entre las principales fuerzas políticas del país, consideró algunas vías para el desarrollo y fortalecimiento de la educación superior del país. Tres en concreto: Primero, impulsar la profesionalización de la formación del magisterio mediante el impulso a la educación normal y sacando provecho “de los conocimientos y el capital humano de las universidades públicas del país” (Compromiso 13). Segundo, asegurar los recursos presupuestales necesarios para incrementar la calidad y lograr una cobertura de al menos 80% en educación media superior y al menos 40% en educación superior (Compromiso 14). Tercero, establecer un Programa Nacional de Becas para alumnos de Educación Media Superior y Superior, focalizado en la totalidad de los alumnos provenientes de familias ubicadas en los cuatro deciles con menos recursos (Compromiso 15).
Fuera de estos propósitos generales, se ha tenido poca información en el año que concluye acerca de las políticas de transformación del sistema de educación superior en el marco de la administración pública del presidente Enrique Peña Nieto. Prácticamente toda la energía reformista se ha concentrado en el nuevo régimen de evaluación docente en los niveles de la educación obligatoria. El Plan Nacional de Desarrollo sexenal no abunda ni aclara cuáles, además de los compromisos del Pacto, habrán de ser los objetivos específicos y las metas cuantitativas para mejorar sustancialmente el estado de cosas que prevalece en el sistema de instituciones, públicas y particulares, de la educación superior del país. Salvo, quizás, la insistencia en aprovechar el mundo de las tecnologías digitales para incrementar la cobertura de los servicios, así como el propósito general de abatir los niveles de deserción y rezago que prevalecen en este nivel educativo.
¿Qué podemos esperar entonces del nuevo repertorio de políticas que se enunciará en el Programa Sectorial Educativo de próxima publicación? Hay algunas pistas. La primera, que en enero la SEP convocará a un amplio ejercicio de consulta para definir las rutas de acción sustantivas en la reforma de la educación del país. Así lo señaló el secretario Emilio Chuayffet Chemor en la inauguración del XII Congreso Nacional de Investigación Educativa, el pasado 19 de noviembre:
“Señores investigadores, el próximo mes de enero habremos de iniciar un amplio ejercicio de consultas en todo el país y en sus regiones, con maestros, con pedagogos y con expertos en la materia, a fin de cumplir la ley en dos aspectos: orientar el nuevo modelo educativo del país y reformar la educación normal. Con profundo respecto, los invito a que participen en todos esos foros, y que con sus propuestas enriquezcan la reforma educativa. Serán ustedes de capital importancia para este propósito.”
De este aviso queda clara la intención de llevar a cabo la reforma de la educación normal. El propósito es encomiable, en términos generales, pero indudablemente será un tema fundamental conocer la forma de articulación entre la reforma de la educación normal impulsada y dada por concluida hace escasamente un año. Cierto es que la denominada reforma integral de dicho tipo educativo se circunscribió a la docencia en preescolar y primaria, dejando pendiente la formación docente para secundaria y educación media superior. También es cierto que poco se avanzó en el ámbito de las normales rurales. Pero, de cualquier modo, hay una reforma organizativa, curricular y pedagógica sobre la mesa. ¿Se va a eliminar de un plumazo o se dará continuidad a lo desarrollado el último lustro? ¿Se buscará hacer realidad lo indicado por el Pacto en el sentido de aprovechar las capacidades de las universidades públicas para mejorar la formación inicial del magisterio? Habría que evitar, esto es lo más importante, que una nueva reforma de las escuelas normales abra otro frente de confrontación entre las autoridades educativas y el magisterio organizado. Ojalá que no.
Hay otra pista: la renovación de las instancias y mecanismos de evaluación correspondientes al nivel. Esta opción de política surgió, a finales del sexenio pasado, mediante la instauración de la Comisión Coordinadora de Organismos de Evaluación de la Educación Superior, la COCOEES, en que están representados varios de los organismos públicos y particulares encargados de esta función, así como representaciones de la SEP y de las universidades del país. El trabajo de la COCOEES se ha centrado en discernir nuevas fases de los procesos de evaluación para la mejora de resultados en la educación superior. Por ejemplo, apoyar la convergencia de los marcos de referencia que aplican, para evaluar, los organismos de acreditación coordinados por el Consejo para la Acreditación de la Educación Superior (COPAES) y los que emplean los Comités Interinstitucionales para la Evaluación de la Educación Superior (CIEES).
De mayor relieve, importancia aunque también riesgo, la propuesta surgida al seno de la COCOEES en el sentido de impulsar, mediante la reforma del artículo quinto constitucional, la “certificación” de titulados universitarios en aquellas profesiones consideradas de “alto impacto”. Si se llevara a efecto esta opción, el título universitario ya no sería suficiente, como lo es en el presente, para el ejercicio de carreras no académicas, es decir propiamente profesionales. El acuerdo preliminar añade, incluso, la posibilidad de certificar aspirantes a ejercer docencia en la modalidad de profesor de asignatura.
La certificación, además, se contempla como un mecanismo regulatorio de la calidad de la enseñanza privada. Pero no hay que perder de vista que puede friccionar las atribuciones autonómicas de las universidades públicas que gozan de esa prerrogativa. A menos que se establezca un acuerdo muy amplio para su instauración.