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Sociedad del conocimiento: ¿Ideología o fase del desarrollo?
Roberto Rodríguez Gómez
Campus Milenio Núm. 680, pp. 2 [2016-11-03]
 

La expresión sociedad del conocimiento ha conseguido instalarse en el lenguaje ordinario aun cuando adolece de una definición precisa o cuando menos una percepción común de sus rasgos generales y condiciones de operación particulares. ¿Qué es la sociedad del conocimiento, cómo y dónde funciona?, ¿es una fase de desarrollo económico que se puede alcanzar, o bien un nuevo orden social asequible a través de acuerdos entre los grupos sociales, las organizaciones productivas y el Estado?, ¿la sociedad del conocimiento reemplaza o se añade a la sociedad de clases basada en la propiedad?, ¿coincide con los límites de los países, o se sitúa en espacios suprarregionales, o bien en ámbitos meramente locales?, en fin, ¿la sociedad del conocimiento es una realidad o una utopía?

Un gran relato

Ian Miles, de la Fundación Europea para el Mejoramiento de las Condiciones de Vida y de Trabajo (EUROFOUND), refiriéndose a las ambigüedades del concepto, explica, en primer lugar, que la propia existencia fáctica de la sociedad del conocimiento está en cuestión: algunos comentaristas argumentan que todas las formas de sociedad han estado basadas en el conocimiento y que, en la actualidad, sólo en algunas áreas específicas son perceptibles cambios de cantidad y calidad significativos. Otros, en contraste, defienden la idea de que la época actual se caracteriza, precisamente, por la emergencia de cambios cuantitativos y cualitativos a partir de la generación y aplicación de conocimientos científicos (Miles, 2003).

Un segundo rasgo de ambigüedad procede de la utilización del concepto con fines descriptivos y valorativos. Es descriptivo el uso de sociedad del conocimiento en, por ejemplo, los estudios que patrocina la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) para medir y comparar las capacidades educativas, científicas y tecnológicas de los países, la profundidad de los derechos de protección intelectual, o bien la existencia de sistemas de innovación, es decir, redes entre la empresa, el Estado y la academia para la transferencia de conocimientos en tecnologías y productos (véase OCDE, 2016). En cambio, es un término valorativo cuando se dirime en el debate político, ya sea para persuadir a los ciudadanos para que asuman determinados compromisos y responsabilidades, o bien para confrontar a los gobiernos por la insuficiencia de recursos destinados a los sectores de educación, investigación científica o promoción cultural (Bohme & Sterh, 1986).

¿Por qué, a pesar de sus ambigüedades, la noción de sociedad del conocimiento ha ganado tal predominancia, al grado de identificar con ella lo que la realidad del siglo XXI debiera alcanzar? Principalmente porque es un término optimista, a diferencia del tipo de expresiones con que la filosofía y la sociología intentaron caracterizar el cambio finisecular. Compárese sociedad del conocimiento con, por ejemplo, sociedad postindustrial (Bell), postmodernidad (Lyotard), modernidad radicalizada (Giddens), sociedad del riesgo (Beck), modernidad contingente (Luhmann) o modernidad líquida (Bauman), por sólo citar algunos ejemplos representativos.

El carácter optimista de la expresión suele acentuarse en el debate sobre la sociedad del conocimiento. Todo el peso cultural del término conocimiento y sus nexos significativos con las nociones de verdad, sabiduría, educación, ciencia, etc. recarga el valor semántico de la expresión. Si hay un consenso implícito sobre el valor del conocimiento, entonces es difícil cuestionar la condición deseable de la sociedad del conocimiento. De entrada, es un juego cargado.

¿Cómo oponerse, por ejemplo, a que el Estado y los particulares otorguen prioridad a las inversiones en educación o en investigación científica y desarrollo tecnológico?, ¿cómo esperar actitudes o movimientos de resistencia a propósitos como la calidad educativa o la universalización de la escolaridad?, ¿quién se atreve a cuestionar que el conocimiento, la educación y los productos de tales actividades son bienes públicos de carácter nacional y aun de carácter global?

El discurso de la sociedad del conocimiento opera, en este sentido, como el gran relato, en la terminología de Lyotard, del siglo XXI. Paradójicamente, justo en el momento en que se había previsto el fin de las metanarrativas. Pero, además, se articula con otros cuerpos conceptuales con gran carga ideológica, política y práctica en el presente: las nuevas teorías del crecimiento económico, en sus distintas variantes; las perspectivas políticas de la universalización democrática y, desde luego, con el discurso de la globalización.

En efecto, hoy existe alto grado de consenso sobre la importancia del conocimiento científico como un elemento que genera valor al entrar en contacto con procesos productivos y servicios. No se trata del consabido diferencial de productividad por uso intensivo de tecnología. Es una noción más amplia: las economías que incorporan fuerza de trabajo calificada, tecnología de vanguardia, e innovaciones en los procesos de producción, gestión y mercadeo, adquieren ventajas comparativas, mejoran su competitividad, crecen más rápidamente y obtienen mayores ganancias. Si bien esta cadena de factores se vuelve trivial, por conocida, al referirla a la competencia empresarial, su pertinencia resulta menos obvia en el nivel macroeconómico, donde los factores de acumulación y crecimiento del producto, así como los procesos de distribución, suele ser más complejos y diferenciados.

En este último aspecto, un grupo importante de economistas, así como las principales agencias multilaterales y la banca internacional de fomento han establecido correlaciones positivas entre el desarrollo científico y tecnológico, la formación de capital humano, las capacidades de innovación, el grado de competitividad internacional, y el nivel y ritmo de crecimiento macroeconómico. Aún está en debate el orden de los factores, principalmente si la inversión en educación e investigación científica, como tal, genera desarrollo y crecimiento, o si viceversa el nivel de desarrollo conseguido genera oportunidades en esos rubros. También se discute hasta qué punto el nivel de escolarización afecta positivamente los índices de productividad, de qué manera la inversión en ciencia y tecnología se concreta en competitividad, y cuáles son, en todo caso, los límites del modelo. No obstante, al lado del debate académico, en la mayor parte de los países avanzados y en las regiones con economías más sólidas ocurre una definida percepción sobre la necesidad y ventajas de avanzar hacia un estadio de desarrollo descrito en términos de sociedad del conocimiento (véase Strulik et al., 2012).

Entre las pautas que apuntan en dirección de la sociedad del conocimiento, se identifican entre otras las siguientes:

La consolidación de la sociedad de la información expresada en términos de la tendencia hacia la integración de redes informáticas, en sustitución del modelo de acceso aislado al poder de cómputo.

Convergencia digital. Alude a la expansión sobre procesos, productos y medios de tecnologías de base digital e informática.

Una creciente importancia de las innovaciones como fuente de competitividad y como instrumento para acrecentar la eficiencia y eficacia de organizaciones de todos tipos. La innovación se define, en términos generales, como aplicación de conocimientos para renovar la forma de hacer cosas.

El desarrollo de economías centradas en servicios. Se subraya el papel del sector servicios en la provisión de bienes intangibles para clientes específicos, particularmente procesamiento de información e interacción humana.

Aprendizaje social. El concepto involucra inversiones sustantivas para mejorar la calidad de la educación y la capacitación, así como para determinar el orden de destrezas y conocimientos económica y socialmente relevantes. A nivel político, la idea de aprendizaje continuo y permanente se ubica como una prioridad clave, con particular énfasis en moldear sujetos adaptables con capacidad para adquirir nuevas competencias y aprendizajes.

Los propios retos de la globalización, que estimulan las tendencias apuntadas, las cuales, a su vez, actúan como soporte e incentivo de corrientes globales.

La otra cara de la moneda

Pese al entusiasmo que recubre el discurso sobre la sociedad del conocimiento, conviene reconocer que las transformaciones involucradas no escapan a tensiones y resistencias, aún en el mundo desarrollado.

Entre las fuentes de conflicto identificadas se mencionan, entre otras: las tendencias a la polarización desencadenadas por una injusta distribución de las oportunidades educativas; las pautas de exclusión laboral que provienen de cambios tecnológicos y organizativos, así como el desplazamiento de sectores productivos y laborales con capacidades de reconversión limitadas; la diferenciación entre economías con mayores o menores posibilidades de promoción de innovaciones; la confrontación entre la lógica de la producción de conocimiento en los centros académicos versus su apropiación y uso en las empresas; la presión sobre las universidades en torno a sus ofertas curriculares y agendas de investigación; las tendencias a la privatización de las instituciones de enseñanza superior y de los centros de investigación científica.

En fin, la dualización del espacio social entre quienes tienen capacidades de generación de conocimiento y los excluidos de este proceso.

La innovación continua y redituable exige tres condiciones: el desarrollo del conocimiento, el fértil intercambio de ideas entre personas informadas y, finalmente, un buen gobierno, sobre todo en lo que se refiere a la protección legal de la innovación. En cada uno de estos frentes existe una brecha cada vez más ancha entre países ricos y pobres, brecha que incluso es más desalentadora que las actuales desigualdades de ingresos. En tal sentido, los vectores de desigualdad de la sociedad del conocimiento, es decir, la brecha entre los capaces y los incapaces, los que saben y los que ignoran, los que tienen acceso y los prescindibles, los consumidores sofisticados y los apenas sobrevivientes, da lugar a oposiciones binarias que recuerdan la conocida confrontación de Umberto Eco: apocalípticos o integrados.

En tales condiciones, la dinámica del proceso, digamos la globalización de la sociedad del conocimiento, abre escenario a tensiones inéditas en la historia, las cuales no pueden dejar de enunciarse en sentido paradójico.

En primer lugar, nunca había existido la concentración de riqueza material del presente, conviviendo con el agudo grado de pobreza en que sobrevive la mayoría. La aparente accesibilidad a toda clase de información es contradicha por la tendencia a la concentración, eventualmente la monopolización, de los medios de comunicación de masas.

Contrasta también la presencia de estímulos para generar y diseminar conocimientos con el celo de los derechos de propiedad intelectual y el combate frontal y violento a las prácticas de piratería en todas sus acepciones.

En plena era del desarrollo de las tecnologías informáticas y de telecomunicaciones, nunca se había mantenido a tantas personas en la incomunicación: la mayoría escucha, mira o se entera, al margen del privilegio de emitir información o tener prácticas de interlocución no triviales.

En el ámbito escolar se viven tensiones semejantes. Se ha convenido, por ejemplo, que el currículum básico se resume en dos competencias fundamentales: la cuantificación y la interpretación de textos. Sólo eso, o lo demás es pretexto para eso. Además, la evaluación de competencias y conocimientos tiende, como tal, a convertirse en el currículum.

Es un franco proceso de inversión: de evaluar lo que se enseña a enseñar lo que se evalúa. La formación media y superior tiende a enfatizar la formación de capacidades acordes a la sociedad del conocimiento, aún en aquellos contextos en que no existe ni el sector productivo, ni el mercado laboral, para colocar a los individuos formados en las mismas. El sincero asombro de los planificadores educativos por la insistencia de los estudiantes o sus familias por acceder a formaciones —saturadas— que, sin embargo, continúan ofreciendo opciones de trabajo en el sector laboral local ilustra este último extremo.

En el ámbito de la investigación científica, particularmente en los países subdesarrollados, incluso las ciencias sociales y las humanidades, se viven paradojas semejantes. ¿Cómo si no calificar el que, por un lado, se adjudique un enorme valor a la producción científica local y, por otro, se estimule, con toda clase de incentivos, la difusión de dicha producción principalmente fuera del entorno nacional y de preferencia en otro idioma?

No en uno ni en dos centros de investigación científica de nuestros países se estimula tal práctica, sino en la mayoría de nuestros ámbitos académicos. ¿Si la producción científica primaria tiene valor, por qué entonces se exporta gratuitamente, es más a costa del proveedor? Sencillamente porque da puntos en la competencia global de los prestigios. Pero, ¿eso genera productividad, competitividad, crecimiento o desarrollo?


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