Por un pelito, pero fue aprobada en el Senado, el sábado pasado, la propuesta de Donald Trump de reforma fiscal. Fueron 51 votos a favor, 49 en contra. De los senadores de la Cámara alta estadunidense toda la bancada republicana, excepto el senador Bob Corker, representante de Tennessee, respaldaron la iniciativa, ello fue suficiente para conseguir la aprobación. Previamente, a mediados de noviembre, y también sobre la base de la mayoría republicana, la iniciativa fue avalada por 227 de los 435 diputados.
Con la aprobación en ambas cámaras, es un hecho que la reforma fiscal procederá. Sin embargo, faltan detalles porque los textos aprobados en cada instancia incluyen modificaciones a la propuesta original y son, en varios puntos, diferentes entre sí. De aquí a fin de año se requiere una versión unificada que, de nueva cuenta, pase por la aduana de las cámaras y alcance rango de ley.
Se trata de una reforma importante, seguramente acá la llamaríamos “estructural”, que modifica el régimen fiscal vigente en Estados Unidos desde 1986. El dato más destacado es la propuesta de reducción del impuesto corporativo, el que se cobra a las ganancias de las empresas, del 35 al 20 por ciento. La justificación de la medida es, por un lado, incentivar el retorno de capitales, y por otro, incrementar la tasa de ganancia del capital. Ambos procesos derivarían, ese es la hipótesis, en un mejor perfil de crecimiento y empleo a mediano y largo plazo.
El gobierno espera que la reforma se traduzca en la repatriación de, aproximadamente, 2.5 miles de millones de dólares, pero también se estima que su aplicación puede reducir en al menos mil millones de dólares los ingresos fiscales en los próximos diez años. El escenario de pérdidas fiscales, que solo podrá compensarse con una pauta de crecimiento económico sostenido, se aborda en la propuesta de reforma a través de nuevas cargas impositivas sobre diversos tipos de actividad, y también mediante la eliminación o restricción de los rubros autorizados para la deducibilidad de impuestos.
Uno de los sectores que serán afectados por las nuevas disposiciones es la educación superior. Al respecto, quienes han analizado el tema distinguen entre las implicaciones para las instituciones, y las correspondientes a los sujetos que participan en el sistema, principalmente los estudiantes y sus familias. La distinción es desde luego válida para entender el alcance de las reformas en sus distintos ámbitos de aplicación, aunque debe entenderse que los dos aspectos —carga fiscal sobre las universidades y sobre los estudiantes— están inexorablemente vinculados.
Uno de los nuevos impuestos sobre las instituciones es el denominado “Endowment-Tax”, esto es el gravamen de 1.4 por ciento sobre los ingresos devengados por inversiones basadas en los fondos patrimoniales universitarios. La medida se aplicaría, en la versión aprobada por diputados, a las instituciones con al menos quinientos estudiantes y cuya reserva supera 250 mil dólares por estudiante de tiempo completo. Esta opción afectaría a unas 60 universidades públicas y privadas, aquellas con mayores recursos patrimoniales. La versión aprobada por el Senado, previo lobbying de las agrupaciones universitarias, se concentra en las instituciones con reservas superiores a medio millón de dólares por estudiante. Esta versión reduce a la mitad el número de universidades afectables. Habrá que aguardar a la versión de consenso para apreciar el alcance de la medida.
La reforma limita, además, la deducibilidad de impuestos por aportaciones a las universidades vía donativos altruistas, soporte económico de actividades deportivas o culturales, y aportaciones a fundaciones universitarias. Todo ello representa una limitación para el incremento de los ingresos extraordinarios de las instituciones por vía de donativos, lo que en Estados Unidos es una alternativa financiera relevante.
Para los estudiantes hay también repercusiones negativas. La iniciativa original proponía contabilizar las exenciones de pagos escolares, principalmente a los alumnos de posgrado, como ingresos económicos gravables. Los estudiantes tendrían que sumar dichas exenciones a sus ingresos totales y pagar los impuestos correspondientes. Afortunadamente la idea no fue bien recibida por el Congreso y se eliminó de la propuesta.
Pero sí quedaron vivas disposiciones para aplicar impuestos al trabajo de estudiantes de posgrado, mayoritariamente los de doctorado, en calidad de asistentes de investigación y docencia. Además, se propone reducir las deducciones por intereses abonados a los préstamos estudiantiles, limitar el crédito tributario del programa “Hope Scholarship”, el crédito fiscal por concepto de aprendizaje continuo (life-long learning) y las deducciones a favor de las empresas por concepto de asistencia educativa a sus empleados.
De momento el organismo American Council on Education ha apoyado el interés de instituciones y estudiantes al visibilizar y explicar las repercusiones de la reforma, y cabildear con legisladores. Es de esperarse, sin embargo, que la aprobación de la ley genere protestas mucho más airadas. Habrá que ver.