El gobierno sudafricano ha anunciado un ambicioso plan para establecer la gratuidad de la educación superior. El programa, que tendrá un costo estimado de 40 mil millones de rand (US$3.3 mil millones), se implementará durante los próximos 5 años, otorgando las primeras becas para estudiantes pobres a finales de enero. La meta es llegar a 90 por ciento de los estudiantes para 2022.
La nueva política, anunciada por el presidente Jacob Zuma en diciembre, beneficiará primero a los estudiantes con ingresos familiares anuales que no rebasan los 350 mil rand (US$29,500). El programa servirá para “impulsar una revolución en las capacidades [de los estudiantes], como base de una transformación socioeconómica radical”, afirmó el presidente. Zuma, un ex miembro del Partido Comunista y activista antiapartheid, es el cuarto presidente sudafricano desde el fin del sistema de segregación racial en 1994.
No obstante, muchos críticos tacharon a la propuesta de oportunismo político. Sudáfrica tendrá elecciones generales en 2019, cuando Zuma podrá concursar por un tercer (y último) periodo como presidente. El mandatario, quien es conocido por sus declaraciones en contra de homosexuales y por minimizar la epidemia de VIH/sida en el país, también ha estado enfrascado en escándalos de corrupción.
“En muchos sentidos, la propuesta de Zuma es el peor ejemplo del populismo”, escribió Seán Muller, un profesor de economía de la Universidad de Johannesburg, en un blog del pasado 24 de enero (“Free higher education in South Africa: cutting through the lies and statistics”, theconversation.com). “Lo han vendido como una política radicalmente progresista que puede ser lograda sin ninguna consecuencia negativa—argumentó—cuando en realidad hará muy poco por los sudafricanos más necesitados, y podría traer consecuencias negativas para la estabilidad y la progresividad del gasto público”.
Otros opositores han criticado la propuesta como suicidio económico, en un momento en que el país está pasando por su peor recesión en años. En noviembre, el jefe de la oficina del presupuesto, Michael Sachs, renunció en protesta a la propuesta de Zuma. El presidente le había pedido a Sachs implementar recortes masi vos al gasto público para 2018, para financiar el programa.
El plan inclusive va en contra de las recomendaciones de una comisión que el propio Zuma designó en enero de 2016 para estudiar la viabilidad de la gratuidad. La Comisión Heher, cuyas conclusiones fueron divulgadas por el presidente en noviembre de 2017, sugirió la ampliación del sistema de beca-créditos subsidiados por el gobierno. El sistema actualmente beneficia a 400 mil de los 900 mil estudiantes universitarios en el país.
Bajo el nuevo plan, el gobierno otorgaría becas del 100 por ciento (incluyendo para la manutención) a la mayoría de los estudiantes inscritos en el sistema público. El sistema incluye a 26 universidades públicas y 56 institutos técnico-vocacionales (conocidos como TVET). El cambio se hará efectivo a partir de este año para los estudiantes que están cursando el sistema actualmente, según afirmó el presidente.
No obstante, Zuma se comprometió a cumplir con otras recomendaciones de la comisión. Estos incluyen: aumentar los subsidios para las IES públicas del actual 0.68 por ciento a 1 por ciento del PIB durante los próximos 5 años; mejorar y expandir el sistema TVET, que atiende a estudiantes de bajos recursos; y ampliar la capacidad de los dormitorios en las IES públicas, una demanda central del movimiento estudiantil.
La política busca poner fin a las protestas estudiantiles más violentas ocurridas desde el fin del apartheid. En los últimos tres años, los estudiantes, una mayoría de ellos negros, han tomado a las principales universidades del país, tumbando estatuas de figuras coloniales y saqueando y quemando edificios. Sus demandas van desde la “descolonialización” de los campus, que por mucho tiempo fueron exclusivos para la élite blanca, hasta el fin de las cuotas en las universidades. Las mejores instituciones cobran unos 100 mil rand al año (USD$8,700), casi tres veces el sueldo promedio de la población negra, según el censo de 2011.
El movimiento detonó en marzo de 2015, cuando un grupo de estudiantes de la Universidad de Cape Town exigió la remoción del campus de una estatua de Cecil Rhodes. Rhodes, ex primer ministro colonial entre 1890 y 1896, fue el máximo representante del imperialismo inglés en el país. Sudáfrica también fue gobernado por holandeses y sus descendientes, quienes impusieron el sistema del apartheid en 1948.
Las protestas después se extendieron a otras universidades del país y del mundo. Hubo manifestaciones solidarias en las universidades de Oxford, en Inglaterra, y Berkeley, en Estados Unidos, entre otros países. Los estudiantes exigieron el fin de los símbolos del apartheid, mejores sueldos para el personal de mantenimiento en las universidades y mayores espacios residenciales para estudiantes pobres, entre otras demandas.
Secuelas de la segregación
A pesar de la abolición del apartheid que significa en afrikáans “el estado de estar separado”, Sudáfrica sigue padeciendo mucho de los efectos de las políticas racistas impuestas durante el siglo pasado. Unos de los principales es el uso del afrikáans como la lengua de instrucción en muchas universidades. La lengua, que fue tachada por el obispo Desmond Tutu como el “idioma del opresor”, es hablada por solo 13 por ciento de la población.
Las manifestaciones se radicalizaron a partir de octubre de 2015, después de que el entonces ministro de educación, Blade Nzimande, anunciara un alza en las colegiaturas en las universidades públicas. El resultado fue el movimiento #FeesMustFall (las colegiaturas deben bajar) en la Universidad de Witwatersrand. Las protestas después se extendieron a las universidades de Cape Town (la mejor ranqueada del país) y Rhodes.
Detrás de las protestas está el fuerte malestar social por parte de la población negra, después de 24 años de gobiernos del Congreso Nacional Africana (ANC). El partido de Nelson Mandela no ha sido capaz de cumplir con sus promesas en materia social y económica a favor de la población negra, y ha caído en escándalos de corrupción.
Hoy, los negros representan 79 por ciento de la población de 56 millones, contra 9 por ciento de los blancos; los demás son mestizos (9 por ciento) y asiáticos (3 por ciento). Y aunque la proporción de negros dentro de las universidades ha aumentado notablemente en las últimas dos décadas, éstos siguen siendo subrepresentados, sobre todo en las universidades más selectivas.
Según la Encuesta General de Hogares de 2014, la proporción de jóvenes blancos entre 18 y 29 años inscrita en algún nivel educativo es 7 veces mayor que la de los negros (la encuesta no especifica el nivel educativo). Y mientras 60 por ciento de los universitarios blancos logran terminar el primer año de estudios, sólo 15 por ciento de los negros lo hacen, según The Guardian.
Tales desigualdades son el resultado de medio siglo de racismo institucionalizado por parte de los gobiernos afrikaners. A partir de 1948, se impuso un sistema de educación superior segregada, con las mejores instituciones reservadas para la minoría blanca. La Ley de Educación Bantu de 1953 (Bantu Education Act) institucionalizó la segregación escolar, estableciendo distintos currículos para blancos y negros (los segundos mayormente aprendieron oficios). Para finales de los años 60, el gobierno gastaba 16 veces más para educar a los niños blancos que los negros, según The Economist.
Aún después del apartheid, las brechas entre los dos grupos son abismales. La mitad de los negros sigue viviendo en la pobreza, mientras que la minoría blanca se ha vuelto más próspera, según la revista Foreign Affairs. Como resultado, hoy los blancos ganan en promedio 6 veces más que los negros.
No obstante, no todos ven a la educación superior gratuita como la píldora mágica para lograr la equidad social. Muchos críticos argumentan que la gratuidad representa un subsidio para los ricos, quienes terminan ocupando lugares en las universidades públicas que deberían ser para los pobres.
También cuestionan la justificación del programa. Según Seán Muller, “La idea de que el movimiento para la educación superior gratuita se basa en la preocupación hacia los jóvenes pobres es francamente ridícula, si se considera que solo 5 por ciento de los sudafricanos entre las edades de 15 y 34 son estudiantes universitarios, mientras 34 por ciento son desempleados”.
Otros críticos citan el caso de Chile para ejemplificar los efectos indeseados de la política de gratuidad. El gobierno de Michelle Bachelet implementó la educación superior gratuita para el 60 por ciento más pobre de la población a partir de 2016. Sin embargo, es probable que la medida termine perjudicando a los estudiantes más pobres, al incrementar la demanda para la educación superior entre sectores medios, según un nuevo estudio por parte del economista chileno Alonso Bucarey (Who pays for free college? Crowding out on campus).
“Como ocurre frecuentemente en el mundo real, las buenas intenciones no son suficientes”, escribió Johan Fourie, un profesor de economía de la Universidad de Stellenbosch, en la revista Finweek. Agregó que el costo real del programa de gratuidad probablemente sea mucho mayor de lo estimado por el gobierno.
Por otro lado, los defensores de la política insisten en que la gratuidad no es sólo una cuestión de equidad social, sino que también tiene sentido económico. Según esta lógica, en la medida en que los pobres acceden a la educación superior, dejarán de depender de los otros programas asistencialistas, como los apoyos para los desempleados y la vivienda pública. Tales programas fueron implementados en la época pos-apartheid con un altísimo costo para el erario público.
“La educación gratuita no le cuesta al Estado”, dijo Mukovhe Masutha, ex activista estudiantil y uno de los principales arquitectos de la política de Zuma. Al contrario, insistió en entrevista con The Huffington Post, “Sudáfrica saldrá ganando con esta política”.