Al tomar posesión de su cargo como rector de la Universidad Nacional, el doctor Enrique Graue Wiechers, dedicó algunas líneas de su discurso a los problemas de seguridad en el campus. Era el 19 de noviembre de 2015 y las notas sobre la irrupción del narcotráfico en Ciudad de México comenzaban a figurar en la prensa. El rector decía, en esa ocasión, que “la inseguridad, en sus distintas manifestaciones, campea en el país. Sería de extrañar que, en nuestra casa de estudios, que es y seguirá siendo un espacio abierto, no existieran problemas de esta índole”.
Las expresiones “sería de extrañar” y “no existieran” pueden interpretarse como un reconocimiento a que los problemas de seguridad ya existían en el campus y que probablemente se mantendrían. ¿Porqué? Porque la UNAM es un espacio abierto en un entorno de inseguridad creciente.
¿Qué hacer ante ese escenario? Proseguía el recién designado rector: “no contamos con una fuerza coercitiva y no la tendremos. Se continuará con la misma política de disuasión y se fortalecerá la cultura de denuncia temprana para la reacción oportuna de nuestros cuerpos de vigilancia. Mantendremos la prudencia universitaria y haremos lo conducente para mejorar nuestra seguridad.”
Este enfoque, como ya habrán advertido quienes han seguido el curso de las declaraciones y acontecimientos en torno a la actual coyuntura de la UNAM, es muy coherente con la postura que hoy sostiene el rector ante los hechos de violencia en el entorno universitario: la agresión a una funcionaria de la Facultad de Estudios Superiores Acatlán (22 de febrero) y la balacera con saldo de dos muertos en Ciudad Universitaria (23 de febrero).
Ante estos acontecimientos, en reunión con el cuerpo directivo de la Universidad, el rector reconoció, en primer lugar, que las medidas de disuasión tomadas, la ampliación del sistema de vigilancia y el trabajo conjunto con las autoridades capitalinas, ejes de la estrategia para enfrentar los problemas del narcomenudeo y la inseguridad en los espacios universitarios, “no han sido suficientes”. Pero que, aun reconociendo el alcance limitado de dichas medidas, las opciones de solicitar la intervención de la fuerza pública o de armar a los cuerpos de vigilancia de la UNAM son inaceptables. Esa es, hasta el momento, la postura oficial.
Graue enfatizó esta posición al sostener: “Vivir constantemente en un estado de vigilancia armada nunca fue, ni será, una opción a considerarse.” Y advirtió, seguramente con conocimiento de causa que “En los días y semanas por venir se escucharán voces, internas y externas, que clamarán por otras alternativas más agresivas, que quisieran vernos o armados o militarizados; y no pocas aprovecharán los momentos político-electorales que vivimos en nuestra nación para internar desestabilizarnos.”
Tiene mucho sentido político este posicionamiento. No solo porque es congruente con el proyecto de gobierno del rector, sino porque previene contra soluciones extremas e irresponsables. En el país tenemos suficiente experiencia para saber que confrontar la delincuencia del narco con medios violentos no ha dado el resultado deseado y esperado. Más bien al contrario.
Además ¿Cómo llamar a la fuerza pública en el cincuentenario del 1968? ¿Cómo hacerlo en el escenario de las elecciones federales? ¿Para qué activar dispositivos de fuerza en una institución que no cuenta con ellos ni lo ha experimentado? Estamos en una circunstancia en que el remedio puede ser peor que la enfermedad y así parce entenderlo el cuerpo directivo de la Universidad, y muy probablemente la gran mayoría de la comunidad universitaria estará de acuerdo en este punto de partida.
Si se reconoce, simultáneamente, que la estrategia de mejorar las condiciones de seguridad ha dado pocos resultados de corto plazo, y que no es opción el uso de la fuerza, entonces ¿cómo puede superarse el dilema? No es fácil, en absoluto.
Soy de la opinión de que urge fijar prioridades. Lo primero es evitar la violencia en el campus. Es ilusorio proponer que el comercio de drogas se elimine del espacio universitario a través de campañas de disuasión, y en todo caso este debería ser un propósito de segundo orden. Brindar la máxima atención al tema de violencia implica identificar, con apoyo de las comunidades locales, las áreas de mayor riego y la problemática específica de cada entorno, para reforzar la estrategia de seguridad en donde hace más falta y probablemente diseñar nuevos instrumentos. También hace falta, como lo están solicitando diversos grupos y organizaciones, abrir espacios de diálogo para encontrar salidas viables y para recoger las diversas demandas de seguridad.
Bien dijo Ortega y Gasset hace casi un siglo: “es una inocencia de las gentes de orden pensar que las fuerzas de orden público, creadas para el orden, se van a contentar con imponer siempre el que aquéllas quieran. Lo inevitable es que acaben por definir y decidir ellas el orden que van a imponer, y que será, naturalmente, el que les convenga.”