La violencia en Nicaragua se recrudece cada vez más, levantando el espectro de otra guerra civil. Para este mes, el número de muertos ascendió a 448, según la Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos, mientras que la Comisión Interamericano de Derechos Humanos fijó la cifra en 317. En su mayoría son jóvenes y estudiantes universitarios, acribillados por fuerzas leales al presidente y ex líder sandinista Daniel Ortega. También se han denunciado casos de tortura y más de 600 desparecidos, mientras que cientos de manifestantes han sido detenidos bajo cargos de ser “terroristas” y “golpistas”, según reportes de prensa.
El 4 de agosto, miles de nicaragüenses marcharon por las calles de Managua en apoyo a médicos despedidos por el gobierno por atender a las víctimas de la represión estatal. Por otra parte, partidarios de Ortega se congregaron frente a la sede de la Universidad Centroamericana para reclamar “justicia para las víctimas del terrorismo”—el término con que el gobierno ha buscado desvirtuar a la oposición estudiantil y de otros grupos.
“Estamos consternados porque muchos defensores y defensoras de los derechos humanos, periodistas y otras voces disconformes están siendo criminalizados y acusados de cargos infundados y desproporcionados, tales como ‘terrorismo’”, declaró un grupo de relatores de la Organización de las Naciones Unidas, en un reporte dado a conocer la semana pasada.
El país centroamericano vive sus peores niveles de violencia desde la guerra civil de los años 80, que dejó un estimado de 50 mil muertos. El resultado es país profundamente dividido y al borde del colapso.
Los críticos de Ortega lo acusan de implementar una dictadura familiar como la de Anastasio Somoza (1934-1979), a quién él mismo derrocó. Exigen la renuncia de Ortega, quien cumple su cuarto mandato presidencial desde 1980—esta vez con su esposa, Rosario Murillo, como vicepresidenta. Por su parte, el ex líder guerrillero acusa a sus opositores y grupos humanitarios de ser parte de una conspiración “golpista” financiada por Estados Unidos.
En los últimos meses, las universidades se han convertido en bastiones de la oposición contra Ortega. El presidente ha reaccionado con represión brutal y detenciones masivas de estudiantes. Una nueva ley, aprobada el 16 de julio por la Asamblea Nacional, de mayoría sandinista, establece penas de entre 15 y 20 años de cárcel para quienes cometen terrorismo o financien estos delitos.
Actualmente las principales universidades del país se mantienen cerradas debido a las protestas, que estallaron el 18 de abril en rechazo a una reforma fallida al sistema de seguridad social. Una de las últimas en cancelar clases fue la Universidad Centroamericana (UCA), una institución jesuita que ha sido protagonista en el conflicto. La UCA anunció un cierre indefinido el 31 de julio, después de que el gobierno le quitó la subvención que otorga a todas las universidades públicas y algunas privadas. El rector de la UCA, el sacerdote José Idiáquez, recibió amenazas de muerte y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dictó medidas cautelares para su protección, según la prensa.
A su vez, a principios del mes, la Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos (ANPDH) anunció que cerraría sus oficinas después de recibir serias amenazas y asedio por parte de grupos armados ilegales. El grupo, que ha sido premiado internacionalmente por su labor en defensa de las víctimas, también ha denunciado las represalias en contra de los médicos. Alrededor de 100 doctores han sido despedidos por órdenes del gobierno por atender a estudiantes y otros manifestantes heridos, según reportes de prensa.
Acabar con la rebelión a toda costa
El peor ataque contra estudiantes ocurrió el pasado 18 de julio. Policías y paramilitares abrieron fuego contra manifestantes atrincherados dentro de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN), en un intento por retomar control de la institución. Cientos de estudiantes, algunos lesionados de bala, buscaron refugio en una iglesia cercana, en donde recibieron cuidados médicos rudimentarios.
No obstante, los paramilitares no dieron tregua. Cercaron la iglesia durante 15 horas mientras seguían disparando, matando a dos estudiantes y lesionando a por lo menos 10 más, según un recuento de primera mano del Washington Post. Los asaltantes no permitieron la entrada de ambulancias a la zona, a pesar de reportes de que hubo estudiantes desangrándose adentro de la iglesia, según el diario estadounidense.
La UNAN fue de los últimos bastiones de los manifestantes estudiantiles. Allí, cientos de estudiantes, algunos armados con armas caseras, habían puesto barricadas y cercado los edificios con púas. Sin embargo, esas medidas no fueron suficientes para detener la ofensiva gubernamental, que busca aplastar la rebelión a toda costa.
Aunque Ortega no habló públicamente del ataque, la página de Internet pro gobierno, El 19, describió a los estudiantes como “terroristas y criminales”. Alegó que los estudiantes habían atacado a una caravana de sandinistas durante la mañana. También publicó fotos de armas supuestamente encontradas en la iglesia, después de que ésta fuera abandonada por los manifestantes, reportó el Washington Post. Tales recuentos del gobierno no concuerdan con las versiones de la prensa o de los grupos de derechos humanos, quienes describen una represión estatal desmedida contra estudiantes y otros civiles.
Entre las víctimas de la crisis estuvo una estudiante de medicina brasileña, Raynéia Gabrielle Lima, quien murió a balazos el 23 de julio en las afueras del Colegio Americano en Managua mientras manejaba sola por la capital. El gobierno niega responsabilidad por la muerte, culpando a un guardia de seguridad privada. Pero una foto de la estudiante tomada de las redes sociales, en donde alababa a su país adoptiva, ha dado la vuelta al mundo, aumentado aún más la presión internacional sobre Ortega de poner fin a la violencia.
Demandas en oídos sordos
En las últimas semanas, la Organización de Estados Americanos y el gobierno estadounidense, entre muchos otros países, han condenado los ataques contra los estudiantes. También han denunciado la represión hacia miembros de la Iglesia católica, que ha tomado partido con los manifestantes. En julio, convoys de paramilitares recorrieron el país, rompiendo barricadas y saqueando a iglesias en las ciudades de Jinotepe y Diriamba y dejando a más de 30 muertos, según el Washington Post.
“Durante meses, los obispos de Nicaragua han buscado negociar un diálogo después de protestas a favor de la democracia”, declaró el vicepresidente estadounidense, Mike Pence, en un discurso el 26 de julio. “Pero los tumultos pro gobierno, armados con machetes y hasta armas pesadas, han atacado a parroquias y propiedades de la iglesia, y obispos y sacerdotes han sido atacados físicamente por la policía”. Por su parte, el gobierno brasileño expresó su “profunda indignación” por el asesinato de la estudiante de medicina y exhortó a las autoridades a “identificar y castigar” a los responsables.
Tales demandas parecen caer sobre oídos sordos. Ortega se ha negado responsabilidad por los asesinatos. También ha rechazado la propuesta de la Conferencia Episcopal de Nicaragua (CEN) de convocar nuevas elecciones generales para marzo de 2019 (los próximos comicios para la presidencia y la Asamblea Nacional están programadas para 2021). Tal propuesta tiene el respaldo de la OAS y el propio hermano de Ortega, el general retirado Humberto Saavedra.
El presidente acusa a los manifestantes de conspirar en su contra. “Aquí las reglas las pone la Constitución de la República, a través del pueblo, las reglas no pueden venir a cambiarlas de la noche a la mañana porque se le ocurrió a un grupo de golpistas”, dijo Ortega, en un mitin multitudinaria el 7 de julio. Mientras tanto, ha aumentado la represión en contra de los manifestantes, y los estudiantes universitarios en particular.
A principios de agosto la Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos elevó el recuento de los muertos por casi 100 personas, para llegar a un total de 448. El grupo dijo haber identificado a 399 muertos y que los demás casos fueron documentados por fotos, reportes de prensa y otra evidencia, según reportó el Associated Press.
La crisis refleja el enorme desgaste del proyecto sandinista y de los ideales de la Revolución, a 40 años del derrocamiento de Somoza. Para muchos nicaragüenses, lejos de combatir los altísimos niveles de pobreza que acechan al país, el ex líder guerrillero se ha afanado en aumentar—y defender—su poder y riqueza personal. Desde su elección en 2016, Ortega y su esposa han logrado consolidar bajo su control gran parte de las instituciones del Estado, incluyendo la Asamblea Nacional y el poder judicial.
El conflicto ha dividido a los intelectuales latinoamericanos, incluyendo a los principales militantes de la izquierda. Para sus defensores, Ortega—como su amigo, el ex presidente cubano Fidel Castro—es víctima de las políticas imperialistas de Washington. En este campo está Atilio Borón, reconocido sociólogo argentina, quien argumenta que la ofensiva contra Ortega fue orquestada por “la derecha imperial y sus epígonos en América Latina y el Caribe”. Borón, en entrevista con el periódico costarricense Seminario Universidad, también criticó a “algunos políticos e intelectuales progresistas de izquierda” por sumarse “con singular entusiasmo” a la campaña de desprestigio del líder sandinista.
Por el otro lado, están quienes ven al presidente nicaragüense como un traidor a la causa revolucionaria que alguna vez abanderó. En un artículo titulado “La lección de Nicaragua”, el periodista chileno Manuel Cabieses inicia diciendo: “No quiero que mi voz se confunda con los rugidos del imperio o con los ladridos de sus perritos falderos”. Sin embargo, continúa, “no puedo callar. El heroico pueblo de Nicaragua, que en 1979 derrocó a la tiranía de los Somoza, necesita aliento en su lucha contra la dictadura corrupta y grotesca de Daniel Ortega-Rosario Murillo”.