En la mayoría de los países la selección de aspirantes para ingresar a las carreras universitarias se apoya en forma parcial o completa en el uso de pruebas estandarizadas de opción múltiple. Varias razones explican esta práctica. La primera es una razón de costos: este tipo de pruebas, de aplicación masiva, significan un significativo ahorro en términos de recursos materiales, humanos y logísticos, sobre todo si se les compara a otras alternativas de examen que requieren de aplicaciones individualizadas o bien de evaluaciones en las que participen árbitros humanos.
Una segunda razón es su capacidad predictiva del futuro rendimiento académico de los estudiantes. Se supone que aquellos mejor calificados en este tipo de pruebas tienen una mayor probabilidad de éxito escolar que los de menor rendimiento en la aplicación. Este supuesto ha sido desafiado con distintas evidencias. Entre ellas las que encuentran que el efecto predictor es variable por áreas de conocimiento: mayor entre las disciplinas de base científica y menor en artes o humanidades; la evidencia según la cual las pruebas estandarizadas predicen mejor en tramos inferior y superior de la escala que en los intermedios, lo que significa que los estudiantes de puntajes más altos y más bajos en los exámenes estandarizados replicarán ese desempeño en la trayectoria escolar, pero los de calificación intermedia la condición predictiva pierde su efecto.
También está un grupo más bien abundante de estudios e investigaciones, principalmente en Estados Unidos que encuentra que la correlación entre las dos principales pruebas estandarizadas de aplicación general, es decir las pruebas SAT y ACT, la primera de ellas no alineada al currículum y la segunda lo inverso, se ubica un rango entre 40 por ciento y 50 por ciento de la varianza explicada del rendimiento escolar futuro. Al respecto, en 2008 el estudio de una muestra representativa de estudiantes de 726 universidades estadounidense encontró correlaciones de 0.48, 0.47 y 0.51 en las pruebas SAT de lectura, matemáticas y escritura con respecto al promedio de calificaciones del primer año universitario. Lo más importante de este hallazgo es que la predictibilidad del SAT sobre el desempeño es prácticamente la misma, en términos estadísticos, que la correspondiente a la prueba ACT y la que se puede encontrar entre el promedio del ciclo previo (High School) y las notas del primer año universitario.
Datos de este tipo llevaron a varias universidades de los Estados Unidos a definir el ingreso por una combinación de elementos, entre ellos el de las pruebas estandarizadas y el promedio de bachillerato. En nuestro contexto, por cierto, esta solución fue adoptada por la Universidad Autónoma Metropolitana para su proceso de admisión, con una ponderación de 30 por ciento el promedio de bachillerato y 70 por ciento el resultado de su prueba de selección. Ellos encontraron que esa combinación resultaba un mejor predictor del desempeño que el solo examen estandarizado.
En la UNAM hay también datos interesantes sobre el tema. El más relevante es que el grupo que accede al nivel de licenciatura por el procedimiento de “pase reglamentado”, es decir directamente desde los planteles del bachillerato de la UNAM, tiene un mejor desempeño en términos de promedio en licenciatura y regularidad en los estudios en comparación del conjunto de estudiantes que tuvieron acceso a través del riguroso concurso de selección que se practica mediante un único instrumento estandarizado.
Por otra parte, no es ningún secreto que las pruebas estandarizadas revelan sesgos importantes por condición socioeconómica, geográfica, étnica y de género, y la evidencia es más que abundante al respecto. Algunos estudios recientes se han enfocado no tanto a replicar los modelos de correlación previamente establecidos, sino a explorar los mecanismos que pueden explicarlos. Entre otros cabe referir el estudio de 2012 de Montgomery y Lilly (“Systematic review of the effects of preparatory courses on university entrance examination in high school studentes”, International Journal of Social Welfare, vol. 21, núm. 1) así como el reporte de Moore, Sánchez y San Pedro sobre la prueba ACT (“Investigating Test Prep Impact on Score Gains Using Quasi-Experimental Score Matching”), publicado en 2018 por la organización que administra esa prueba. Tales estudios revelan que la preparación específica para la prueba tiene tanto y a veces más impacto, en el resultado que se alcanza, que la trayectoria académica previa.
Todo esto viene al caso porque el pasado 21 de mayo la Junta de Regentes del Sistema Universidad de California, máxima autoridad de uno de los sistemas de universidades públicas más potentes en los Estados Unidos y a nivel mundial —reúne a los campus universitarios de Berkeley, Davis, Irvine, Los Ángeles, Merced, Riverside, San Diego, San Francisco, Santa Bárbara y Santa Cruz y suma una matrícula cercana a los trescientos mil estudiantes de grado y posgrado—, que aprobó la iniciativa de su presidenta, la abogada Janet Napolitano, quien fuera secretaria de Seguridad Nacional en el primer periodo presidencial de Barak Obama, en el sentido de reemplazar, a partir de 2024 el uso de pruebas estandarizadas por otra forma de evaluación, cuyo diseño estaría por desarrollarse.
La idea general, hasta el momento, es que cada institución del UCS defina las formas de selección más adecuadas a las disciplinas que se imparten, e incluso que desde la base misma del sistema (los departamentos y sus cuerpos colegiados) se discuta y tomen decisiones sobre el perfil académico, social y cultural que debe integrar su matrícula de primer ingreso, y por lo tanto sobre los métodos de elección de estudiantes pertinentes a tales perfiles.
El impacto de esta transición, depende cómo se desarrolle, puede ser pronunciado. Vale la pena seguirle la pista.