En diciembre de 1998 viajé a Kabul para conocer la vida bajo el control de los talibanes. Llevaba ocho meses cubriendo Asia del Sur para medios estadounidenses y quería ver de cerca el impacto del régimen ultra islamista en la población afgana, sobre todo entre las mujeres. En ese momento, el grupo llevaba apenas tres años en el poder en Afganistán, pero ya había sembrado el terror entre la población, con la brutalidad de sus castigos —incluyendo ejecuciones públicas en los estadios de futbol— y la imposición de una interpretación extremista de la ley sharía.
Después de dos décadas de guerra, primero contra la ocupación soviética y después entre facciones rivales de afganos, la capital del país estaba en ruinas y la gente libraba una batalla diaria por sobrevivir. Soldados talibanes con turbantes y barbas largas patrullaban las calles, montados sobre camionetas Toyota Hilux y rifles al hombro. Niños hambrientos y sucios jugaban encima de tanques militares abandonados. Las pocas mujeres que se atrevían a salir a la calle iban envueltas en burkas azules que les daba el aspecto de fantasmas deambulando la ciudad semi desierta. Casi no quedaban edificios sin huellas de misiles o impactos de bala, y el alambre de púas corría por los terrenos baldíos, señalando zonas plagadas de minas antipersonal.
En medio de tanta destrucción, me sorprendió que la Universidad de Kabul siguiera funcionando —o, mejor dicho, sobreviviendo—. En un periodo de 15 años, la universidad estuvo prácticamente cerrada, pero en marzo de 1997 se reabrió bajo la administración —y estrecha vigilancia— de los talibanes.
Fundada como una escuela de medicina en 1932, la institución se convertiría en una de las universidades más prestigiadas de Asia del Sur. A partir de los años 50, se permitió la entrada de las primeras mujeres, quienes llegarían a ser mayoría entre los 10 mil alumnos y 900 profesores en la década de los 60. En ese periodo, la universidad fue un punto de reunión para intelectuales de todo el mundo y la mayoría de los profesores contaban con doctorados de instituciones de Europa o Estados Unidos, según la BBC.
Hacia finales de 1998, sin embargo, la institución estaba en condiciones deplorables. Citando la necesidad de erradicar “influencias corruptas occidentales”, los talibanes prohibieron el regreso de las 4 mil alumnas y cientos de profesoras afiliadas a la universidad. Bajo la versión talibana de la ley sharía, las mujeres no pueden trabajar ni estudiar, y deben ir acompañadas siempre por un pariente o tutor masculino.
Mientras tanto, los 6 mil alumnos varones asistían a clases sin luz o calefacción, en medio del crudo invierno afgano. Los 160 profesores ganaban el equivalente a 11 dólares por mes y los pocos alumnos con dinero para comprar libros tuvieron que ir a Pakistán por ellos. La escasez de fondos se agudizó tanto que no era posible comprar cadáveres para los estudiantes de medicina—una ironía terrible en un país colmado de muertos—.
La invasión estadunidense
A partir de la invasión de Estados Unidos y sus aliados en 2001 y el colapso del primer gobierno talibán, la suerte de la Universidad de Kabul y de las demás instituciones de educación superior en el país cambió radicalmente. Desde 2004, las organizaciones internacionales invirtieron cientos de millones de dólares en las universidades afganas para apoyar la capacitación de profesores y promover la investigación científica. A partir de 2010, se crearon o reabrieron a más de 30 universidades públicas y docenas de privadas en distintas partes del país, según la revista Nature. Mientras tanto, la matrícula de las universidades públicas creció de 8 mil en 2000 a 170 mil en 2018, la cuarta parte siendo mujeres. Aunque incipiente, también hubo avances importantes en la investigación científica. Entre 2011 y 2019, el número de artículos de académicos afganos incluidos en revistas del índice Scopus aumentó de 71 a 285, según la revista.
También hubo momentos de crisis por la guerra entre Estados Unidos y los talibanes, que ha cobrado la vida de más de 71 mil personas desde 2001. A pesar de que la mayoría de los enfrentamientos han ocurrido fuera de la capital, los talibanes y otros grupos islámicos han lanzado numerosos ataques contra instituciones escolares que admitían mujeres, como parte de su campaña de terror.
En 2016, los talibanes atacaron la Universidad Americana de Kabul, una institución patrocinada por el gobierno estadounidense, matando a 15 personas, incluyendo profesores y estudiantes. Cuatro años después, en julio de 2019, un coche bomba explotó en frente de la Universidad de Kabul, dejando un saldo de 9 muertos y 33 heridos. Y, en noviembre de 2020, militantes de una facción del Estado Islámico (ISIL) atacaron a la misma universidad, donde 35 personas fallecieron —la mayoría estudiantes—, y 56 fueron lesionadas, según medios nacionales e internacionales.
El regreso de los talibanes
Hoy, después del regreso de los talibanes al poder, la comunidad académica de Afganistán está otra vez en vilo, solo que, esta vez, ha probado los frutos de dos décadas de expansión sin precedentes en la educación superior del país. A pesar de que los líderes talibanes insisten en que no habrá represalias contra personas que trabajaron con la ocupación estadounidense, y que las universidades seguirán operando, existe un enorme miedo e incertidumbre entre grandes sectores de la población. Las mujeres, en particular, tienen todo que perder.
En las últimas semanas, cientos de miles de afganos han intentado fugarse del país, entre ellos, estudiantes, egresados y profesores universitarios. Aunque decenas de miles han sido evacuados por los ejércitos de Estados Unidos y de algunos gobiernos europeos, la mayoría sigue en Afganistán jugándose la vida. Muchos académicos reportan haber recibido amenazas de muerte por participar en colaboraciones internacionales, por sus temas de estudio o por su etnicidad. Los talibanes pertenecen al grupo étnico pastún, al igual que la mayoría de los 40 millones de afganos. Sin embargo, el país también incluye a millones de miembros de otras etnias que han sido víctimas de los peores abusos de la milicia islamista.
La Universidad Americana de Kabul ha intentado, sin éxito, evacuar a miles de estudiantes, egresados y profesores. La universidad es considerada un blanco estratégico para los talibanes debido a su conexión con Estados Unidos, y sus miembros eran candidatos para vuelos de evacuación, según el Washington Post. Sin embargo, no alcanzaron la categoría de “alto riesgo”, por lo que no contaron con apoyos militares para cruzar por los puestos de control de los talibanes y entrar al aeropuerto de Kabul. Hasta el momento, solo se ha logrado evacuar a unos 60 estudiantes y personal de otros países, además de 20 de los 400 empleados locales, según la revista Nature.
La campaña internacional
En las últimas semanas, la comunidad académica internacional se ha movilizado en un intento por sacar a sus colegas del país. La organización Académicos en Riesgo (Scholars at Risk, o SAR, por sus siglas en inglés), con sede en Nueva York, ha recibido más de 600 solicitudes de afganos que buscan trabajar en universidades de otros países, según el Times Higher Education. La organización neoyorquina, que cuenta con oficinas en varios países, ha enviado solicitudes urgentes a la Casa Blanca y a la Unión Europea, exigiendo que “aseguren las vidas y carreras de los académicos, estudiantes y actores de la sociedad civil de Afganistán […] quienes están desesperadamente buscando una salida del país”. SAR pide apoyo con vuelos de evacuación, algo que se ha vuelto más difícil después de la retirada del ejército estadounidense, además de visas y becas nacionales para académicos afganos.
Mientras tanto, miembros de la comunidad universitaria del país queman sus credenciales y títulos universitarios, y se esconden en casas de amigos o familiares. Otros intentan escapar por tierra a través de las fronteras con Pakistán e Irán. Todo por no caer en manos de los talibanes.